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Cigarros y videojuegos: los nuevos villanos fiscales. Por Caleb Ordóñez T.

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La noche del 16 de octubre en San Lázaro se convirtió en un momento histórico para la política fiscal mexicana. Con 351 votos a favor, 129 en contra y una abstención, la Cámara de Diputados aprobó un aumento al Impuesto Especial sobre Producción y Servicios que tocará fibras sensibles: refrescos, cigarros, apuestas digitales y, por primera vez, los videojuegos violentos. No es cualquier cosa. Hablamos de productos que forman parte de la vida cotidiana de millones de mexicanos y que ahora costarán más caro.

El incremento es significativo. El litro de refresco pasará de pagar 1.65 a 3.08 pesos de impuesto, un ajuste que representa un salto cercano al 87%. Las bebidas con edulcorantes, que hasta ahora habían esquivado este gravamen, también entran en la lista con una cuota de 1.5 pesos por litro. El tabaco verá crecer su carga con una cuota de 0.85 pesos por cigarro, que alcanzará 1.15 pesos en 2030, mientras que la tasa ad valorem se elevará a 200%. El golpe más duro será para las apuestas en línea, que saltarán de un 30% a un 50%, y para los videojuegos clasificados para adultos, que enfrentarán un inédito 8% de IEPS.

¿Por qué tanto ruido? Porque la medida toca tanto a la salud pública como al bolsillo de los ciudadanos. En México se consumen más de 160 litros de refresco por persona al año y tres de cada cuatro adultos viven con sobrepeso u obesidad. La diabetes y las enfermedades cardiovasculares son ya la segunda causa de muerte y le cuestan miles de millones al sistema de salud. Elevar el precio de los productos que más daño causan parece, en principio, una apuesta sensata. No es casual que la Organización Mundial de la Salud recomiende esta estrategia como la más efectiva para reducir el consumo de tabaco.

Los críticos no tardaron en alzar la voz. Desde la oposición se acusó al oficialismo de “asfixiar” a las familias mexicanas con un impuesto regresivo, que castiga más a los que menos tienen. Y de cierta forma es cierto: en términos proporcionales, un aumento en el precio de un refresco afecta más a un hogar de bajos ingresos que a uno de clase media. También se advierte del peligro del contrabando, particularmente en el caso de los cigarros, donde el mercado negro ya es una realidad palpable. En el terreno digital, la discusión es aún más espinosa: ¿cómo gravar videojuegos violentos sin caer en definiciones ambiguas o en censura disfrazada?

Un golpe a la mesa necesario.

Sin embargo, más allá de estas críticas, lo cierto es que México enfrenta una emergencia de salud pública que no admite dilaciones. La obesidad, el tabaquismo y las adicciones digitales no son solo problemas individuales, sino cargas colectivas que se traducen en más enfermedades, más muertes prematuras y mayores gastos hospitalarios. La medida no resolverá por sí sola este panorama, pero puede ser un paso inicial. Y lo que parece más importante: abre un margen fiscal significativo. Hacienda calcula que los nuevos gravámenes generarán miles de millones de pesos adicionales cada año, dinero que, si se administra con responsabilidad, podría destinarse a programas de prevención, campañas educativas y atención médica.

Las industrias afectadas reaccionaron con discursos previsibles. Las refresqueras prometen reducir el azúcar en sus bebidas, pero se quejan de que se les grave igual a las versiones sin azúcar. Las tabacaleras anticipan que el contrabando crecerá. Las plataformas de videojuegos argumentan que se criminaliza un sector cultural que genera empleos. Todas esas voces tienen algo de razón, pero también defienden intereses económicos que llevan décadas imponiéndose sobre la salud pública.

Quienes se oponen suelen olvidar que el impuesto no elimina la libertad de consumir, solo la encarece. El ciudadano seguirá decidiendo si compra un refresco, un paquete de cigarros o una tarjeta para apostar en línea. Lo que cambia es que ahora lo hará sabiendo que esos productos no solo cuestan en la tienda, también generan un costo social que se refleja en hospitales saturados y presupuestos públicos agotados. Internalizar ese costo mediante un impuesto puede parecer impopular, pero es, en realidad, un acto de responsabilidad colectiva.

La pregunta de fondo es si el dinero recaudado irá realmente a donde se promete. La historia mexicana no ayuda: en el pasado, lo recaudado por el IEPS se diluyó en el gasto corriente, sin un destino claro hacia la salud. Esta vez la exigencia ciudadana debería ser firme: que cada peso se traduzca en medicamentos, hospitales, campañas de nutrición, programas contra la diabetes y medidas de salud digital. De lo contrario, la reforma corre el riesgo de ser vista como un parche fiscal más.

La decisión de los diputados puede incomodar a muchos, pero también puede ser el inicio de un cambio cultural profundo. Un país que consume menos azúcar, menos tabaco y que regula con mayor seriedad el entretenimiento digital no es un país más pobre, sino un país más consciente de su futuro. El desafío será vigilar que lo prometido se cumpla. Porque si el nuevo IEPS logra salvar vidas además de recaudar dinero, entonces el costo de un refresco o de un videojuego caro habrá valido la pena.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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