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Opinión

Construyendo nuestra destrucción. Por Itali Heide

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Cada par de meses, el mundo se pone en marcha cuando se hace viral una campaña que muestra la realidad del mundo, desde el maltrato animal, la explotación laboral o las consecuencias del cambio climático. Aunque compartir, publicar y hablar de estas campañas y los temas que abordan es vital, con demasiada frecuencia se olvidan tras la novedad y la moda de ser socialmente responsable.

Esta es la cuestión: salvar el mundo no un tren al que subirse, no es un trending topic en Twitter, no se logra mediante un millón de publicaciones en Instagram y mucho menos es un estatus social que alcanzar. En todo caso, la mentalidad establecida en torno a la responsabilidad social y ecológica tiene más que ver con cómo queremos ser percibidos, y menos con si realmente entendemos la responsabilidad de ser participantes activos en la salvación del planeta.

No hay manera de evitarlo. En cuestión de un par de siglos, la industrialización, la explotación y el consumismo de los humanos nos han llevado a un punto de no retorno. Estamos destruyendo de forma activa e implacable un planeta de miles de millones de años, cuyo único error fue permitir que la humanidad se creyera más grande que la fuerza total de la naturaleza, que puede acabar con nosotros con mucha más facilidad de la que nos permitió existir.

Somos tan malos para salvar el mundo, que incluso muchos de nuestros esfuerzos por tomar decisiones responsables son sólo un espejismo. Si un extraterrestre nos estuviera observando desde el espacio, investigando a profundidad nuestra forma de existir, pareciera que sólo hay una cosa en el mundo por la que merece la pena luchar: el dinero. Las empresas venden productos <ecológicos>, mientras que la producción real de los mismos es todo lo contrario. Este greenwashing nos da una sensación de falsa seguridad, haciéndonos creer que hacemos del mundo un lugar mejor comprando cualquier cosa con una etiqueta que promete ser la mejor opción para el cambio climático y las cuestiones sociales.

Aunque sea una verdad difícil de digerir, la mejor manera de comprar de forma consciente es no comprar. No hay oferta sin demanda, y en un mundo que exige el culto absoluto al consumismo de miles de millones de personas en un planeta superpoblado, contaminado y moribundo, la felicidad se ha convertido en sinónimo del materialismo. Por supuesto, es mucho más fácil decir que seamos consumidores conscientes que serlos. Comprar a nivel local, reducir la ingesta de productos animales, cultivar nuestros propios alimentos y encontrar marcas ecológicas verdaderamente fiables no sólo es difícil de hacer, sino también caro.

Para no hacerles el cuento largo: las empresas nos gobiernan hasta el punto de que es imposible consumir de forma 100% ética. La mayoría de la gente no cuenta con los recursos o la accesibilidad a la sostenibilidad total o incluso parcial, y las corporaciones no serían empresas multimillonarias si tuvieran que sacrificar capital para garantizar que toda la producción se realizara con métodos sostenibles, pagando salarios dignos a los empleados, fomentando a que la gente consuma menos sus productos, crear menos residuos que contaminan nuestros océanos, nuestra tierra y nuestro aire, o incluso simplemente aceptar su papel inherente como la mayor amenaza para el planeta y la existencia continuada de la humanidad. Simple y sencillamente, a las corporaciones no les importa ni media mierda el futuro del planeta, mientras que el dinero perdure.

Nuestro futuro debe volver a estar en nuestras manos, de lo contrario no tendremos más remedio que ver cómo nuestra existencia se desvanece, dejando a las próximas generaciones sin poder remediar el daño que se ha hecho. ¿Cómo vamos a hacerlo? No estoy segura, y creo que nadie sabe realmente lo que nos espera en el futuro. Una cosa que todos podemos hacer, es algo. Algo, por pequeño que sea, siempre es mejor que nada. El futuro puede parecer sombrío, pero la chispa para crear un cambio es palpable cuando las redes sociales se consumen con campañas que nos ruegan cambio. Ahora, nuestro trabajo es asimilar y aceptar la realidad fuera de la pantalla: debemos cambiar, todos y cada uno de nosotros. Sí, cada uno de nosotros, de la manera que sea, debe luchar contra la norma del consumismo. Hablamos mucho de lo que nos espera en el futuro, pero ¿qué se puede esperar del futuro si no hay futuro?

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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