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Opinión

CRUZADA CONTRA EL HAMBRE…DE JUSTICIA por VICTOR M. QUINTANA

RUZADA CONTRA EL HAMBRE…DE JUSTICIA.

Por: Víctor M. Quintana S.

Si Chihuahua estuviera en Massachussetts otro gallo cantaría. Pero no, aquí la justicia muere por inanición. El asesinato de dos parejas en la capital del
Estado el domingo pasado, o la masacre de finales de marzo en el bar Mogavi de la misma capital viene a revelar con tozudez lo que las autoridades estatales y federales soslayan, ocultan, disfrazan: en el estado sigue habiendo asesinatos sin fin.  En tan sólo la ciudad capital han sido asesinadas más personas en masacres que en Boston, Newtown o Columbine juntos. En Juárez en un solo año hubo más víctimas mortales que en todo Manhattan en los atentados del 11 de septiembre de 2001.

No hay nada que pueda alentar el menor optimismo sobre el fin de las masacres en Chihuahua. Nada que revele una inflexión en ellas, una reducción en el número de víctimas, un éxito, así sea relativo,  en los gobiernos que llegan a suplir a aquellos que fracasaron también en este rubro.  Una primera revisión nos dice que en el estado de Chihuahua se han perpetrado 24 masacres de cuatro o más personas, con un saldo de 255 personas asesinadas desde que se pusieron en marcha los operativos conjuntos de la guerra contra el narcotráfico.

La primera  fue la de Creel, en la sierra Tarahumara el sábado 16 de agosto de 2008, cuando un comando irrumpió en una fiesta y asesinó 13 personas, en su mayoría jóvenes y un bebé. A partir de entonces la zona serrana y en especial el municipio de Bocoyna han sido el espacio de varias masacres, la más reciente en diciembre pasado en Guadalupe y Calvo que arrojó once personas asesinadas.

Ciudad Juárez fue  el principal núcleo de masacres hasta hace dos años. La más visible fue la  de 16 jóvenes en Villas de Salvárcar el 30 de enero de 2010. Además de ella ha habido cuando menos ocho masacres de 2008 a 2011.  Llama la atención que  en esta frontera  no se han presentado las masacres al nivel que antes en los últimos dos años.

En cambio, el horror parece haberse trasladado a la capital del estado. Ahí se han perpetrado  10 masacres, ocho de ellas los últimos dos años.  Entre ellas, la que arrojó un mayor número de personas asesinadas, en el centro de rehabilitación de adicciones, “Fe y Vida”, en junio de 2010 con 20 ejecutadas. Destacan además, las matanzas efectuadas en tres bares: el Río Rosas en octubre de 2008, donde ultimaron a once personas, la del bar Colorado en abril de 2012, donde fueron asesinadas 17 personas, entre ellas dos conocidos periodistas,  y la del Bar Far West, donde ultimaron a cinco integrantes del grupo musical “La Quinta Banda” y cuatro personas más.

De 2008 a 2010 las masacres en los centros de rehabilitación de adicciones fueron recurrentes: cinco en total, ahora parece que el centro de gravedad ha cambiado a  los bares. Por cierto en ningún caso se trata de bares de la clase alta o media alta sino sobre todo de carácter más bien popular. También es muy claro que alrededor del 90% de las personas ultimadas en las masacres son jóvenes entre 15 y 29 años, con lo que el juvenicidio continúa.

Ningún gobierno ha podido detener las masacres: los dos últimos años de la administración de Reyes Baeza se perpetraron 11 masacres con un saldo de 101 personas asesinadas: durante los últimos cuatro años del gobierno de Calderón hubo en Chihuahua 21 masacres con 233 personas asesinadas. Los gobiernos actuales también son ampliamente rebasados en este campo: desde que César Duarte tomó posesión, en octubre de 2010 van cuando menos 13 masacres con 154 personas asesinadas y en los pocos meses del peñanietismo, 3 masacres con 22 personas asesinadas. No es cierto de ninguna manera que la violencia esté controlada en Chihuahua.

Si bien los datos y la geografía de las masacres en Chihuahua son muy reveladores, palidecen cuando los comparamos con el número total de homicidios dolosos perpetrados en esta entidad norteña desde el 2008: apenas llegarían a representar el 1.5% de los más de los 18 mil asesinatos generados por la guerra iniciada por Calderón y continuada mañosamente por Peña Nieto. Una numeralia como para sacudir la vergüenza política –si es que existe- del titular del ejecutivo de cualquier orden. Más si se toma en cuenta que la impunidad de quienes perpetraron todas estas masacres es prácticamente total.

Y sin embargo, tanto el gobierno federal como el del estado ponen su discurso y sus prioridades en todos lados menos en proteger la vida de la población. Ya no hay cuentas alegres del combate a los hechos de sangre, ya ni siquiera hay algún tipo de cuentas. Ante el estrepitoso fracaso de la estrategia de todos los  órdenes de gobierno, lo que urge es una cruzada para saciar el hambre… pero de justicia.

 

 

 

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Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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