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Opinión

¿Cuánto vale la vida? Por Itali Heide

La disponibilidad de atención médica es un tesoro que, cuando se posee, se convierte en un regalo que muchos subestiman. La Organización Mundial de la Salud (OMS) arroja datos sobre la realidad que enfrenta la humanidad: la mitad de la población global carece del acceso necesario a servicios de salud básicos. Este desequilibrio resulta en la agonía financiera de millones, mientras luchan por cubrir los gastos de atención médica de su propio bolsillo, otro lujo que carecen quienes no tienen centavos de más.

Itali Heide ¿Acaso la vida tiene precio? Resulta innegable que la pandemia ha exacerbado esta crisis, y, no sorprendente, pero sí decepcionante, las comunidades más vulnerables son las que se llevan la peor parte. Las disparidades en el ámbito de la salud se han intensificado a nivel global, forzando a los individuos vulnerables a enfrentar desafíos aún más arduos.

La salud es un derecho humano, una manifestación de la dignidad que todos merecemos. Sin embargo, la realidad sombría es que miles de millones de personas son arrojadas a su suerte mientras la enfermedad, el sufrimiento y la muerte cobran víctimas innecesariamente.

El punto de partida se encuentra en las primeras atenciones dignas: la vacunación universal. ¿Alguien está en desacuerdo de que todos los niños merecen estar a salvo de enfermedades prevenibles? Este servicio no solo garantiza una infancia libre de enfermedades, sino la posibilidad de vivir libremente, sin miedo a lo evitable. Aun así, estadísticas alarmantes nos atacan mientras tasas de vacunación disminuyen día a día.

Un ejemplo preocupante es Chiapas, que ilustra innegablemente esta brecha en la salud. En algunas regiones de este estado, menos del 30% de la población está protegida contra enfermedades como la hepatitis B, el sarampión, la rubéola y las paperas, a pesar de que el nivel nacional de vacunación ronda el 90%.

Estas cifras preocupantes llevan a organizaciones como Medical IMPACT a dedicar semanas para llegar a las comunidades más afectadas de Chiapas, donde equipos médicos estuvieron llevando servicios de salud a miles de personas en localidades como Simojovel e Ixtapa. En alianza con The People’s Vaccine Alliance, la sociedad civil interviene donde el mundo parece haberle dado la espalda.

Chiapas representa solo un ejemplo de la falta de apoyo que millones de personas enfrentan a diario. Tan solo entre el 2018 y 2020, la proporción de población sin acceso a servicios de salud básicos subió casi 15%, indicando que casi un tercio de la población mexicana está sin salud garantizada.

Esta situación empieza desde lo individual: cada niño, niña, persona de la tercera edad y persona vulnerable merece ser atendida con respeto y dignidad, recibiendo servicios médicos que les aseguran una vida libre de enfermedades prevenibles.

Organizaciones como Medical IMPACT y The People’s Vaccine Alliance trabajan incansablemente día a día para contribuir a la salud de todos, contribuyendo a un mundo más equitativo y saludable, inspirados por la idea de que cada persona merece vivir sin el temor a la enfermedad. Continúan su labor en Chiapas y más allá de sus fronteras, asegurando de que nadie sea olvidado.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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