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Opinión

DEMOCRACIA DEL AGUA Y CAMBIO CIVILIZATORIO

Por: Víctor M. Quintana S.

Una nueva y grave crisis recorre todo el país, sobre todo el norte árido: la crisis del agua. Ya ha provocado serias disputas entre comunidades, ente órdenes de gobierno, entre productores y consumidores. Es una crisis provocada por la agudización de la vulnerabilidad de poblaciones y ecosistemas ante el cambio climático. Nuevos actores, nuevos intereses invaden viejos derechos y accesos: compañías mineras extranjeras en unos cuantos meses consumen toda el agua que un pueblo necesita para su vida entera; acaudalados agricultores cosechan divisas con cultivos de exportación dejando sin agua para producir sus alimentos a los campesinos. La diputa por el agua ya causó dos asesinatos este año: el de Ismael Solorio y su esposa Manuelita Solís, en Chihuahua.

Sin embargo, se abre una oportunidad histórica para operar una transformación estructural. El año pasado se agregó un párrafo al Art. 4º. Constitucional estableciendo el derecho humano al agua y al saneamiento en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible. Se dio al Congreso de la Unión un plazo de 360 días, que vence el próximo 3 de febrero para la elaboración de una nueva Ley General de Aguas. A partir de esto, la Red Temática del Agua, organismo que agrupa gente de la academia, de centros de investigación, activistas sociales y representantes de comunidades convocó los pasados 7 y 8 de diciembre al Congreso “Ciudadanos y sustentabilidad del auga en México”. En las diez mesas de trabajo, se recibieron muy sólidas propuestas, pensadas desde abajo y fundamentadas desde la ciencia, para construir una nueva ley para hacer efectivo el derecho del agua para todos y para siempre, así como para elaborar un Plan Hídrico Nacional e instancias ciudadanas, societales, para la gestión del más vital de los recursos.

El establecer en la Constitución el derecho humano al agua y hacer que el Estado lo garantice entraña convertir el suministro para consumo humano, para las generaciones actuales y futuras y para los ecosistemas, con agua de calidad y suficiente como la prioridad primera, básica, de la operación de todos los sistemas y de las cuencas. En una palabra, garantizar agua para todos y para siempre. Enseguida, tendría prioridad el agua necesaria para cultivar los alimentos básicos para la población, es decir, el agua para la soberanía alimentaria y no para el lucro . Sólo el agua que sobrara después de esto o el agua tratada, podría entonces emplearse para cultivos no básicos o para la industria o para la extracción de minerales.

Esto implica dos transformaciones fundamentales en la participación ciudadana y en el modo de vida. La primera es indispensable para el manejo de los bienes comunes escasos. Para implementarla se contempla la constitución de consejos de cogestión de cuenca. Estos consejos, integrados paritarariamente por representantes de los tres órdenes de gobierno y de las y los ciudadanos, vendrían a ser la pieza central de la democracia del agua. Sus funciones principales serían elaborar y ejecutar el plan rector de la cuenca, a partir de los dictámenes de disponibilidad y de impacto. Serían los responsables de realizar la gestión integral de las cuencas para que se utilicen sólo los caudales de agua ecológicamente disponibles en ellas y de evitar la sobreextracción y la contaminación y disminuir la vulnerabilidad. Democracia del agua sería pues quitarle al Estado al monopolio sobre la planeación y asignación de este recurso. Y si la democracia parte de lo más básico de lo básico nadie la podrá parar cuando se trate de la gestión de los demás bienes comunes. Democratizando el agua no se podría detener la democratización de la sociedad.

La otra transformación tiene implicaciones inimaginables. El que democráticamente se asignen los volúmenes de agua a las comunidades y a los ecosistemas, a partir de estimaciones científicas desinteresadas, hará que se atienda primero un piso de derechos básicos para todos y se destine lo que reste para usos agrícolas o industriales o domésticos suntuarios. Esto va a impactar a la industria, a la minería, incluso a la agricultura productora de alimentos no básicos. El lograr que nadie muera de sed ni de carencia de alimentos, ni de enfermedades provocadas por la falta de agua tiene su impacto en nuestro modo de vida, sobre todo en nuestro modo de consumo. No podemos seguir comiendo, bebiendo, vistiéndonos, transportándonos, divirtiéndonos como lo hacemos ahora. El planeta no lo aguantará y donde se resentirá primero será en el agua. Entonces, o nos encaminamos a un futuro hobbsiano donde sean los más fuertes quienes sigan concentrando –y malversando- los recursos naturales de todos a costa de la mala calidad de vida y la muerte de las mayorías; o empezamos una nueva civilización basada en el compartir, en la responsabilidad de cada uno con la comunidad planetaria. Una civilización que esté muy consciente de aquello que alguna vez dijo Iván Illich: “las fronteras de lo bueno y de lo estrictamente necesario prácticamente son las mismas”.

Si la nueva Ley General de Aguas que se construye de manera participativa recoge todo esto, silenciosa y pacíficamente estaremos dando un golpe mortal al extractivismo y al capitalismo depredador de ecosistemas y de comunidades. Al mismo tiempo estaremos sentando un primer cimiento para el cambio civilizatorio que le urge a esta humanidad cada vez más tensionada, violenta e injusta.

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Opinión

La semilla. Por Raúl Saucedo

Libertad Dogmática

El 4 de diciembre de 1860 marcó un hito en la historia de México, un parteaguas en la relación entre el Estado Mexicano y la Iglesia. En medio de la de la “Guerra de Reforma», el gobierno liberal de Benito Juárez, refugiado en Veracruz, promulgó la Ley de Libertad de Cultos. Esta ley, piedra angular del Estado laico mexicano, estableció la libertad de conciencia y el derecho de cada individuo a practicar la religión de su elección sin interferencia del gobierno.

En aquel entonces, la Iglesia Católica ejercía un poder absoluto en la vida política y social del país. La Ley de Libertad de Cultos, junto con otras Leyes de Reforma, buscaba romper con ese dominio, arrebatándole privilegios y limitando su influencia en la esfera pública. No se trataba de un ataque a la religión en sí, sino de un esfuerzo por garantizar la libertad individual y la igualdad ante la ley, sin importar las creencias religiosas.
Esta ley pionera sentó las bases para la construcción de un México moderno y plural. Reconoció que la fe es un asunto privado y que el Estado no debe imponer una creencia particular. Se abrió así el camino para la tolerancia religiosa y la convivencia pacífica entre personas de diferentes confesiones.
El camino hacia la plena libertad religiosa en México ha sido largo y sinuoso. A pesar de los avances logrados en el lejano 1860, la Iglesia Católica mantuvo una fuerte influencia en la sociedad mexicana durante gran parte del siglo XX. Las tensiones entre el Estado y la Iglesia persistieron, y la aplicación de la Ley de Libertad de Cultos no siempre fue consistente.
Fue hasta la reforma constitucional de 1992 que se consolidó el Estado laico en México. Se reconoció plenamente la personalidad jurídica de las iglesias, se les otorgó el derecho a poseer bienes y se les permitió participar en la educación, aunque con ciertas restricciones. Estas modificaciones, lejos de debilitar la laicidad, la fortalecieron al establecer un marco legal claro para la relación entre el Estado y las iglesias.
Hoy en día, México es un país diverso en materia religiosa. Si bien la mayoría de la población se identifica como católica, existen importantes minorías que profesan otras religiones, como el protestantismo, el judaísmo, el islam y diversas creencias indígenas. La Ley de Libertad de Cultos, en su versión actual, garantiza el derecho de todos estos grupos a practicar su fe sin temor a la persecución o la discriminación.
No obstante, aún persisten desafíos en la construcción de una sociedad plenamente tolerante en materia religiosa. La discriminación y la intolerancia siguen presentes en algunos sectores de la sociedad, y es necesario seguir trabajando para garantizar que la libertad religiosa sea una realidad para todos los mexicanos.

La Ley de Libertad de Cultos de 1860 fue un paso fundamental en la construcción de un México más justo y libre. A 163 años de su promulgación, su legado sigue vigente y nos recuerda la importancia de defender la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa como pilares de una sociedad democrática y plural.
Es importante recordar que la libertad religiosa no es un derecho absoluto. Existen límites establecidos por la ley para proteger los derechos de terceros y el orden público. Por ejemplo, ninguna religión puede promover la violencia, la discriminación o la comisión de delitos.
El deseo de escribir esta columna más allá de conmemorar la fecha, me viene a deseo dado que este último mes del año y sus fechas finales serán el marco de celebraciones espirituales en donde la mayoría de la población tendrá una fecha en particular, pero usted apreciable lector a sabiendas de esta ley en mención, sepa que es libre de conmemorar esa fecha a conciencia espiritual y Libertad Dogmática.

@Raul_Saucedo
rsaucedo@uach.mx

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