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Opinión

El arte de la mentira. Por Itali Heide

Itali Heide

Amanece un nuevo día, y con él, dos realidades se repiten en Estados Unidos: la verdadera y la de Donald Trump. Mientras que nuestro país vecino registra altas tasas de desempleo, tensión racial y más de 227 mil muertes por Covid-19, el constante desprecio de Trump por la verdad ha dado paso a una ola de falsedades en los medios, confundiendo a los votantes y poniendo en riesgo a la democracia del país.

Desde sus tuits mañaneros, hasta sus llamadas frecuentes a Fox y ruedas de prensa, la mentira es el constante que acompaña al presidente. Politifact encontró que el 72% de las declaraciones hechas por Trump incluyen mentiras, contaminando a un partido político que se rehúsa a enfrentar la realidad de una administración fallida.

Organizaciones como Politifact se mantienen ocupadas comprobando la veracidad de declaraciones hechas por políticos. (Imagen: Politifact)

¿Cómo es posible esto? ¿Será que las personas son insensibles a las mentiras? ¿A la gente ya no le importa la verdad? Al contrario, a las personas les importa tanto la verdad que han borrado las líneas entre la comprensión convencional de la honestidad y la noción de ‘autenticidad’. Los fieles seguidores de Trump se benefician temporalmente: se sienten vistos, identificados, entendidos. A la larga, sin embargo, quien se beneficia es Trump. Entre más indiferencia y confusión exista sobre la verdad de los hechos políticos, más poder tendrá el mentiroso sobre la percepción de la realidad.

La administración de Trump y el partido republicano quizás hayan adoptado un modelo de propaganda ruso denominado ‘firehose of falsehood’. Investigadores de RAND Corporation describen una estrategia en la que se abrume al público produciendo una corriente interminable de desinformación y falsedades. Esta estrategia, utilizada por Vladimir Putin, podría darse para una clase larga e interesante en psicología. Para no hacer el cuento largo, lo podemos resumir en cuatro puntos esenciales:

Es rápido, continuo y repetitivo, como la lluvia de tuits madrugadores del presidente.
Alto volumen de falsedades en una multitud de canales, como Breitbart, Fox News y otros medios de derecha.
No considera una realidad objetiva, negando en todo momento la deshonestidad.
No se compromete con la coherencia, cambiando las respuestas y las reacciones en torno a su propio beneficio.

El rostro desenmascarado del lado oscuro americano: hipercapitalismo, misoginia y racismo estadounidense. (Imagen: Charles Deluvio)

Expertos sacan paralelas entre el manejo de la verdad entre Putin y Trump. Si bien todos los políticos mienten, el volumen y la dirección de las declaraciones falsas de esta administración empujan una narrativa peligrosa que impide un sentido nacional de verdad objetiva. La polarización de los partidos detiene cualquier conversación significativa sobre las necesidades y deseos del pueblo estadounidense. A lo largo de este año histórico, la fastidiosa incompetencia de una ex estrella de reality, jugando a ser presidente, se ha convertido en la mayor amenaza para la democracia estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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