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Opinión

El PAN, cambios urgentes, más allá del maquillaje. Por Caleb Ordóñez T.

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En la política mexicana hay ciclos que se repiten como un reloj obstinado. Cada tanto, el Partido Acción Nacional se sienta frente al espejo, se pregunta quién es y promete reinventarse. Pero, ¿qué cambia realmente el PAN más allá del logotipo? ¿Un color más limpio, un trazo más moderno o la misma retórica de siempre? La respuesta es compleja, porque el problema no está en la marca, sino en la esencia.

Caleb Ordoñez T.

Caleb Ordoñez T.

El PAN fue durante décadas la voz de la oposición ética, el refugio del ciudadano harto del autoritarismo priista. Representaba valores civiles, moral pública, transparencia, familia, esfuerzo. Pero en los últimos años esa brújula moral se extravió entre cálculos políticos, pactos de conveniencia y un discurso cada vez más reactivo que inspira más enojo que esperanza.

La alianza con el PRI, inevitable en muchos estados para sobrevivir ante la maquinaria electoral de Morena, terminó por desdibujar esa identidad. En lugares como Coahuila, Durango o Chihuahua, la alianza se tradujo en triunfos pragmáticos, pero en el resto del país se percibe como una rendición moral. El ciudadano común no distingue los matices tácticos: solo ve a dos adversarios históricos tomados de la mano. Y eso, para un partido que nació como contrapeso ético, es un golpe durísimo.

El nuevo PAN necesita más que estrategas: necesita liderazgos sociales. Figuras con autoridad moral, no solo con capital político. Líderes que salgan del aula, del emprendimiento, del activismo ciudadano, de la comunidad. México está lleno de gente con causas reales —medio ambiente, seguridad, derechos civiles— pero el PAN no los invita; los ignora o los cooptan otros movimientos. Su gran error ha sido hablar desde la política, no desde la vida real.

Y luego está el estilo. El nuevo presidente panista no puede seguir con el gesto adusto y el tono enojado. Ese lenguaje pertenece a un México de trincheras. Hoy, la gente no busca políticos que griten más fuerte, sino que inspiren más confianza. Urge un liderazgo más empático, más civil, más joven, que hable de soluciones y no de agravios. El panismo no puede ser solo el “anti-AMLO”; debe volver a ser “pro-México”.

Paradójicamente, hay un sector dentro del partido que mira con fascinación al fenómeno libertario de Javier Milei o al populismo conservador de Donald Trump. Algunos sueñan con un PAN más libertario, que rompa con el discurso tradicional y abrace el libre mercado sin complejos, la confrontación directa y el “antisistema”. Pero en un país con tantas desigualdades, ese modelo puede ser una trampa: la libertad sin equidad se convierte en privilegio. El panismo, si quiere sobrevivir, debe modernizarse sin perder el alma humanista que lo fundó.

¿Tiene futuro el PAN con perfiles tan desgastados? Tal vez, si entiende que no se trata de reciclar nombres, sino de renovar causas. Que su enemigo no es solo Morena, sino la apatía ciudadana. Que la batalla no se libra solo en campañas, sino en la calle, en los barrios, en las redes, en los foros donde se construye la conversación pública.

Porque mientras Morena es una maquinaria de fe (una feligresía política), el PAN parece un club de desencantados. Y contra la fe, el escepticismo no gana. Gana la emoción, la convicción, la esperanza.

Si el PAN quiere volver a ser opción, debe dejar de parecer un comité de quejas y convertirse en un movimiento de futuro. Debe apostar por nuevos rostros, por causas reales, por un discurso que conecte con el ciudadano de a pie. México no necesita más gritos, necesita más rumbo. Y si Acción Nacional logra entenderlo, quizá su próxima reinvención no sea solo estética, sino histórica.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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