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Opinión

El pequeño cuento del hombre que se creyó Dios

Un Gobernador, que de Gobernador sólo tiene el nombramiento pues ya no gobierna, yace débil en el borde de una cama gris. Su taquicardia, ansiedad e impotencia se manifiestan en forma de sudor frío a través de su voluptuoso cuerpo.

Por: Gerardo Elizondo García

Gerardo Elizondo García

Gerardo Elizondo García

Al igual que miles, observa con gran impresión, por medio de internet, uno de los síntomas del cáncer que él mismo gestó en el seno de la sociedad; las legítimas manifestaciones del pueblo afuera del Palacio de Gobierno de la ciudad. A su más cercano colaborador le da instrucciones, pero nadie las acata, pues nadie considera que son las correctas, ni siquiera su propio equipo.

Afuera del Palacio, los recuerdos de las acciones y actitudes de aquél pseudofuncionario público, hoy sumergido en el pánico, elevan la temperatura de la sangre, lo que al poco tiempo provoca ahora ilegítimas manifestaciones violentas en contra de las dos puertas de aquél emblemático recinto. Los manifestantes logran hacer dos agujeros en una de las puertas y desde adentro comienzan a lanzar gases lacrimógenos. Los atacantes arremeten contra las ventanas del Palacio hasta que llegan los granaderos de la policía para custodiar la entrada.

Aquél decaído hombre gris, que alguna vez se sintió Dios, que le ganó la avaricia, el orgullo, la vanidad (incluso a nivel físico/corporal, algo que se puede apreciar con su injerto de cabello que nunca pasa desapercibido), que le ganó su propio ego y que el poder se apoderó de él, aquél decaído hombre gris, siempre lo supo. Siempre supo que este momento llegaría, que era algo inminente. Lo supo desde que asumió el cargo de Gobernador, cargo que próximamente dejará, pero dejará tan Noble cargo manchado, desprestigiado y sin dignidad. Lo supo desde que daba cada instrucción de los cientos o miles de desvíos de recursos. Lo supo desde que leía cada palabra de la versión final, pulida por él, del fideicomiso que luego mintiendo afirmó haber firmado sin leer. Siempre lo supo, no de una manera consciente, ya que el poder lo cegó, pero sí inconscientemente.

Hoy ese cáncer que él mismo generó ha crecido tanto que lo está devorando a él mismo. Y a esto se le llama justicia. La justicia lo encontró, y por más que se esconda, por más que le mueva, por más que le busque, será la justicia quien disponga de él. Y no sólo la justicia institucional, sino la justicia en su conciencia, si es que tiene conciencia, la justicia que la vida misma le aplicará. La justicia divina.

Pobre de aquél hombre, ejemplo tangible de lo débiles que somos como seres humanos, tan carnales, tan materialistas, tan débiles en nuestras emociones. No somos nada y aquél Gobernador, que ya no gobierna y que realmente nunca lo hizo por que robar no es gobernar, hoy aún no se da cuenta de que no es más que uno más de nosotros, un simple ser humano, que se equivocó, y que sus errores arrastraron mucho y a muchos, incluso a aquellos que aún no han nacido. Pobre de aquél hombre, pues cayó por sus delirios desde el Monte Olimpo hasta el suelo, suelo en el que todo ser humano vive y que nuestros pies nunca deben dejar de pisar.

Pobre ser humano que cayó en todas las tentaciones.

Pobre hombre que generó un cáncer que terminará con él mismo mientras el pueblo que por mayoría relativa lo eligió, hoy pide que se haga justicia, y con justa razón…

Facebook: GerardoElizondo

Twitter: @GerardoElizondo

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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