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Ernestina Godoy: ¿Renacimiento de la FGR? Por Caleb Ordóñez T.

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Hay figuras políticas que nacen del poder; otras, en cambio, se convierten en símbolo de un proyecto porque encarnan su narrativa, sus tensiones y sus aspiraciones. Ernestina Godoy pertenece a esta segunda categoría. No es solo la nueva fiscal general de la República: es, para bien o para mal, el punto de inflexión con el que Claudia Sheinbaum pretende diferenciar su movimiento del lopezobradorismo original. Si Gertz Manero representó la era de la confrontación y los expedientes cruzados, Godoy es presentada como el relevo institucional que promete un rostro más técnico, más austero, más femenino y más cercano al discurso de gobernabilidad que Sheinbaum intenta consolidar.

Godoy se ha convertido en la pieza clave para explicar qué significa hoy el “movimiento sheinbaumista”: un reacomodo, no una ruptura; una continuidad, pero con nuevas reglas. Y aunque la narrativa es seductora, la transición no será sencilla.

Los positivos: técnica, autonomía discursiva y una visión de derechos. Y negativos desde la oposición.

Durante su paso por la Fiscalía de la Ciudad de México, Ernestina Godoy logró algo que muy pocos fiscales capitalinos pueden presumir: mantener una línea estratégica clara. Apostó por fortalecer la investigación de delitos de alto impacto, integró unidades especializadas contra feminicidios y trató —con resultados razonables— de profesionalizar procesos que históricamente habían dependido de “jefes de grupo” más que de criterios técnicos.

Uno de los mayores méritos, mencionado incluso por adversarios, fue su impulso a modelos de investigación con perspectiva de género. En una Ciudad de México donde las cifras de violencia contra mujeres son siempre tema de escrutinio, el trabajo de la fiscalía local avanzó en homologar protocolos y fortalecer equipos periciales. No fue perfecto, pero sí un paso tangible.

Además, Godoy ha sido descrita como una funcionaria metódica, con capacidad de escucha y, sobre todo, sin los rasgos de protagonismo que caracterizaron a su antecesor. Ella representa, para el círculo cercano de Sheinbaum, la oportunidad de que la FGR deje de ser un actor político reactivo y se convierta en un órgano de Estado que genere estabilidad, en lugar de tormentas.

Sin embargo, los cuestionamientos también están ahí. Críticos —incluidos algunos dentro de Morena— señalan que Godoy no logró despejar las dudas sobre el uso político de la fiscalía capitalina, donde casos como el del Cártel Inmobiliario fueron interpretados por la oposición como expedientes construidos a conveniencia. Aunque la fiscalía presentó pruebas y defendió procedimientos, la percepción quedó instalada.

Esa percepción la acompañará ahora a nivel nacional. Será imposible evitar que cada decisión de la FGR sea evaluada no solo por su mérito jurídico, sino por el lugar que ocupa dentro del tablero político del nuevo gobierno.

Hay otro punto clave: su cercanía con Sheinbaum. Para unos es una fortaleza —“habrá coordinación institucional”—; para otros, un riesgo —“será una fiscalía alineada al Ejecutivo”—. Godoy deberá demostrar, con hechos y expedientes bien armados, que su lealtad principal es hacia el Estado, no hacia el movimiento que la respalda.

Godoy recibe una FGR con fracturas internas, rezago, pugnas sindicales y una reputación erosionada por la figura dominante y a veces errática de Alejandro Gertz Manero. Tres retos son ineludibles:

1. Reestructurar la institución: las áreas técnicas y periciales requieren inversión, capacitación y procesos estandarizados. No basta con cambiar el discurso; hay que cambiar la maquinaria.

2. Despresurizar los expedientes pendientes: desde casos de alto impacto político hasta las investigaciones que Gertz dejó abiertas o detenidas. Godoy deberá demostrar que no habrá “venganzas heredadas”, pero tampoco carpetazos.

3. Recuperar credibilidad pública: esto implica comunicar mejor, transparentar procesos y explicar decisiones. La FGR no puede seguir siendo un búnker hermético.

¿Por qué será diferente a Gertz Manero?

La diferencia principal no será jurídica sino de estilo. Gertz construyó una fiscalía personalista, vertical, dependiente de su voluntad. Godoy, por el contrario, opera desde la lógica del método, no del temperamento. No busca el reflector, sino el procedimiento. No habla para agitar, sino para justificar.

Además, Sheinbaum la necesita como símbolo de moderación y profesionalismo, no como arma política. Si Gertz incomodaba al régimen con sus pleitos, Godoy está llamada a darle al gobierno un rostro institucional que genere menos fuego cruzado y más estabilidad.

Claro: ser “diferente” no garantiza ser mejor. Dependerá de su capacidad de tomar distancia, incluso del poder que la nombró.

Ernestina Godoy llega con el beneficio de una segunda oportunidad para la FGR. México ya probó lo que ocurre cuando una institución tan poderosa se encierra en sí misma y responde a impulsos personales. Ahora se abre la posibilidad de un modelo más profesional, más predecible y más orientado al Estado que al individuo.

El reto es monumental, pero también inevitable: si la fiscalía fracasa, lo hará el proyecto de justicia de todo el país. Pero si Godoy logra reconstruirla con rigor y autonomía, no solo será distinta a Gertz Manero; será la primera fiscal en décadas que transforme la institución desde la inteligencia, no desde el miedo.

Y quizá entonces, por primera vez, la FGR pueda dejar de ser un campo de batalla y convertirse en lo que México lleva años esperando: un verdadero instrumento de justicia. Una nueva dinámica está por comenzar, y esta vez, el país no está para desperdiciarla.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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