Itali Heide
Indignados estamos ante el racismo sistémico en Estados Unidos. Muchos conocemos a quienes han cruzado la frontera para darles a sus familias una mejor vida. Percibimos las políticas que discriminan, las dificultades que enfrentan, el miedo que sienten los mexicanos, los afroamericanos y otras minorías al otro lado del Río Bravo.
En México no somos racistas, somos clasistas, decimos con orgullo (como si discriminar al 60% de la población mexicana que vive en situaciones de pobreza no es para tanto). Desafortunadamente, en México es clasista y también es racista. Ignorarlo no lo desaparece del país, incluso se relacionan intrínsecamente: suponemos el nivel socioeconómico de las personas por su aspecto físico. Tal es el caso con la comunidad rarámuri y otras etnias en el país.
Gloria vende las artesanías que fabrica su abuelita, a orillas del Lago Arareko en Creel. (Foto: Itali Heide)
Como cada año, cientos de personas de la comunidad rarámuri viajan a diversos municipios en Chihuahua a trabajar en las huertas de temporada. Detrás de la distribución de manzana chihuahuense por el país y el mundo, está el trabajo arduo de quienes hemos pisado para lucrar. El resto del año, muchos buscan ganarse su día del turismo que se ha generado en sus pueblos, gracias a la apropiación de su cultura y sus tradiciones.
Yasmín acompaña a su madre al trabajo, en una caseta en Creel. (Foto: Itali Heide)
La dura verdad, es que muchos sufren condiciones terriblespara ganarse la vida. Transportarlos en un camión seguro, no es lo mismo que meterlos en una troca como sardinas en lata. Darles un lugar digno para descansar, no es lo mismo que ofrecerles el esqueleto de un hogar, sin pensar en el bienestar de los seres humanos que impulsan gran parte de la economía mexicana. Pagarles lo mínimo, no es lo mismo que considerar su dignidad, su mano de obra y su entrega a la tierra y darles un sueldo digno. Lucrar con su cultura, patrimonio e identidad, no es lo mismo que darles las herramientas para poder beneficiarse del turismo.
Vivimos en el éxtasis del capitalismo: donde vemos si podemos ahorrarle un par de pesos con tal de ganar más, lo hacemos sin pensarlo dos veces. El poder y el dinero son drogas que nos ciegan ante las consecuencias de un sistema económico sin ética ni moral.
Una abuelita y su nieto venden artesanías en la plaza de Creel. (Foto: Itali Heide)
Afortunadamente, también vivimos en un mundo donde el cambio es más accesible que nunca. Al educarnos, empatizar y buscar mejorar el mundo que nos rodea, podemos crear una realidad donde facilitamos el crecimiento para quienes carecen de oportunidades e igualdad.
En Cd. Cuauhtémoc, arquitectos y empresas han creado hogares con consciencia humana para trabajadores de temporada, con menos recursos y más dignidad, lo cual también aumenta la productividad.
Al invertir en programas de transporte público, ayudamos al planeta y a las personas a trasladarse con seguridad. El transporte accesible y seguro extiende las oportunidades de trabajo, salud y conexión humana para miles de mexicanos.
Don Tomás Ramírez Villa utiliza el transporte público para visitar su lugar de nacimiento, Guachochi. (Foto: Itali Heide)
Al dar salarios dignos y justos, aún si es una mayor inversión, damos un paso enorme para asegurar que los derechos humanos de todos y todas se respeten. Las deficiencias educativas, de seguridad social y calidad de vida se combaten al abrir el panorama económico para todos.
Norma Teresa y Carmen Jesusita pasan sus días en la Misión San Ignacio, ganándose el día vendiendo tortilleras hechas a mano. (Foto: Itali Heide)
Al final del día, somos iguales: humanos. Podemos tener creencias, estilos de vida, tradiciones y culturas totalmente diferentes aún siendo vecinos. Si a mi vecino le falta azúcar, y a mí me sobra, con todo el amor del mundo me siento con él a tomarnos un café y a ofrecerle un saco de azúcar.