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Opinión

La amistad, la abolición del amor.Por Marian Quintana.

No me fue fácil escribir esta columna. La tarde de ayer conviví con personas
comprometidas con causas sociales y comí con un grupo de personas que apoyamos a cierta casa
hogar que trabaja de manera ejemplar en la atención a niños y niñas que padecen los efectos de
la marginación. Luego conversé con amistades buscando algo de inspiración para escribir estas
líneas y tocamos temas muy profundos e interesantes, pero fue hasta que venía de regreso a mi
casa lista para enfocarme, contemplando todas las conversaciones, cuando un querido amigo me
hizo llegar fotografías de un choque en el que acababa de ser parte. Le llamé, estaba en el área
de urgencias de un hospital y fui a su encuentro.

Él estaba bien y esperaba al médico para que le diagnosticara y le indicara lo que debía
hacer para recuperarse. Por un momento pensé que llegaría a ver a mi amigo dañado
físicamente, pero estaba íntegro. Cuando arribé a la sala de urgencias vi familias, parejas de
alguien, hijos y padres y madres esperando saber algo sobre sus seres queridos. En ese breve
momento en el que esperé a ser conducida a dónde estaba mi amigo vi rostros cansados, rostros
adoloridos, rostros confundidos y rostros esperanzados.

Fue hasta que vi el rostro de mi amigo que me sentí tranquila. Y lo vi y lo volví a ver y todo
estaba bien. Mas cuando salí, seguían los rostros de todas las demás personas en la sala: rostros de
duda.

Mucho parece sernos incierto hoy, a pesar de tanta información a la que tenemos acceso de
manera inmediata, el hecho de preguntarnos acerca de la vida, propia o ajena, se ve nublado con
la efimeridad de la misma. Pero aquí estamos, siempre presentes ante la duda de quienes se
debaten la vida. Aquí seguimos y tenemos un llamado a romper nuestras propias cadenas, como
sucedió en el barco La Amistad.

Personas que eran trasladadas en un barco desde Sierra Leone hacia Cuba para ser
vendidas a gente del sur de Estados Unidos, decidieron colectivamente revelarse ante sus captores
y tomaron control del barco. Parte de la tripulación los desvió hacia el norte de los Estados
Unidos en su intento de regresar a África, pero ahí la esclavitud ya había sido abolida. A lo largo
de un conflicto federal, las personas africanas transportadas para ser esclavas ganaron el juicio y
fueron declaradas personas libres y se les dio la posibilidad de establecerse como tales al norte del
país vecino. A raíz de ello formaron una nueva vida, un nuevo caminar que les dio la posibilidad
de crear un panorama distinto al que creyeron conocer, una vida nueva lejos de sus familias.

En la sala de urgencias hay personas esclavas, personas que se revelan ante la falta de
contacto, personas que esperan saber algo que les permita crear un camino por el que puedan
andar con sus seres queridos. En las salas de urgencias, como en La Amistad, hemos estado
quienes esperamos tener una buena noticia, información que nos libere del peso que sumerge a
nuestros corazones cuando nada más parece importar.

En la sala de urgencias he conocido a la gente más esperanzada y más solidaria. Esa gente,
en la sala de urgencias recibe siempre con agrado una mirada o un abrazo desconocido, un gesto
liberador que hace sentir que todos estamos viviendo el mismo momento. Por más distintos que
seamos nos une la esperanza de recrear una nueva vida.

La Amistad, el nombre que se le dio a un barco para trasladar esclavos se convirtió en un
estandarte de libertad y esperanza. La amistad es esa palabra que nos une también en libertad y
esperanza para crear en conjunto una vida mejor para todos, para estar ahí por quien nos
necesita, para recurrir, para abrazar, para entregarnos por completo a la idea de una humanidad
más cercana y más empática.

Gracias por su amistad. Hasta la próxima.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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