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Opinión

La bronca que retrata al Congreso. Por Caleb Ordóñez T.

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Lo que ocurrió entre Alejandro “Alito” Moreno y Gerardo Fernández Noroña no fue un arrebato espontáneo. Es el resultado de años de tensiones, provocaciones mutuas y un ambiente político que ha normalizado la confrontación como espectáculo. El Senado, que debería ser un recinto de deliberación, terminó convertido en un ring donde dos veteranos de la política mexicana se enfrascaron a empujones y golpes mientras sonaba el Himno Nacional.

El odio entre ambos tiene raíces claras: Noroña, con su estilo incendiario, ha hecho carrera como opositor feroz, pero también como un crítico constante de todo lo que huela a PRI. Alito, en cambio, representa al viejo partido acusado de corrupción, privilegios y pactos en lo oscurito. La confrontación no es solo personal: es la pugna entre un tribuno que gusta de provocar rupturas y un dirigente acostumbrado a usar la fuerza y el protagonismo mediático como defensa.

En el fondo, ambos comparten más similitudes de las que admitirían: los rodean polémicas sobre riqueza inexplicable, lenguaje altisonante, declaraciones temerarias y una habilidad inigualable para ocupar titulares. De hecho, encuestas recientes revelan que el 78% de los mexicanos considera que sus legisladores “discuten más de lo que trabajan”, mientras que 7 de cada 10 piensan que el Congreso es ineficaz y está desconectado de los problemas reales. En ese contexto, el pleito físico no hace más que confirmar la percepción de que los políticos actúan como protagonistas de un reality show.

El altercado deja un saldo que va más allá de los empujones: un camarógrafo herido, denuncias penales, acusaciones de amenazas de muerte y un Congreso ridiculizado ante la opinión pública. Pero lo verdaderamente grave es la señal de impunidad. En México, los zafarranchos legislativos se han repetido por años —desde empujones en la Cámara de Diputados hasta sillazos en congresos estatales— y rara vez hay sanciones. Esto explica que el 65% de los ciudadanos crea que “no sirve de nada denunciar a un político” porque nunca recibe castigo.

La situación empeora cuando se observa la dinámica interna de Morena. Noroña no solo incomoda a la oposición, también ha provocado fisuras dentro del oficialismo. Sus desplantes recientes —lujos personales, insultos diplomáticos y frases que ponen en entredicho la unidad del movimiento— han obligado a la dirigencia a salir a apagar incendios. Morena sabe que necesita mostrar cohesión rumbo al 2027, pero cada salida de tono de Noroña alimenta el discurso opositor de que el partido en el poder es incapaz de controlarse a sí mismo.

La imagen de la política mexicana está en su punto más bajo. Según el INEGI, solo el 19% de los ciudadanos confía en el Congreso, mientras que la confianza en los partidos políticos se desploma hasta el 11%, la cifra más baja en décadas. La pelea entre Alito y Noroña no es un accidente: es el símbolo de un sistema legislativo desgastado, atrapado entre egos y luchas de poder, incapaz de ofrecer soluciones a los problemas que realmente importan, como la violencia, el empleo o la desigualdad.

La gran pregunta es qué consecuencias deja todo esto. Para los partidos, el costo inmediato es la erosión de credibilidad. Para la ciudadanía, la confirmación de que los políticos parecen vivir en otro planeta. Y para la democracia, un golpe a su ya frágil legitimidad. Si los legisladores se comportan como gladiadores, ¿qué confianza puede esperar la gente en las instituciones?

En tiempos donde la violencia social golpea todos los rincones del país, la política debería ser el ejemplo de civilidad y control. En cambio, manda el mensaje contrario: que todo se resuelve a gritos y golpes. El problema no es solo de dos personajes, sino de un sistema que aplaude el escándalo y tolera la impunidad. Y mientras tanto, la ciudadanía observa con una mezcla de enojo, risa y resignación.

Al final, la bronca entre Noroña y Alito quedará en la memoria como anécdota pintoresca, pero también como metáfora de un Congreso que ya no inspira respeto, sino vergüenza.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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