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Opinión

“La mano de Dios”. Por Raúl Saucedo

Ecos Dominicales

El reciente campeonato de la Copa Mundial de futbol ganado por la selección albiceleste tuvo un impacto notable en la población argentina y en los recientes resultados electorales del país. En este contexto de euforia futbolística, el candidato ultraderechista y libertario, Javier Milei, logró una sorprendente victoria en las elecciones primarias de Argentina.

A pesar de que las encuestas previas señalaban que Milei obtendría alrededor del 20% de los votos, su apoyo aumentó hasta alcanzar el 30% en el recuento de las boletas. Este sorprendente respaldo coloca al congresista y economista en una posición destacada de cara a las elecciones generales que se llevarán a cabo el próximo octubre.

La victoria de Milei refleja un descontento generalizado con la situación económica y política de Argentina, lo que podría estar vinculado al estado de ánimo positivo generado por el logro deportivo reciente. El país enfrenta una crisis económica significativa, con alta inflación, elevados índices de pobreza y dificultades para cumplir con sus obligaciones de deuda. En este contexto, las propuestas radicales y polémicas de Milei, como la adopción del dólar estadounidense como moneda oficial y la abolición del banco central, resonaron con un segmento de la población descontento con la gestión política tradicional.

El ambiente de euforia tras el campeonato pudo haber influido en la percepción de los votantes hacia un candidato que representa un cambio drástico y radical. El estilo carismático de Milei y su enfoque disruptivo pueden haber resonado más en un momento en el que los argentinos celebraban el éxito deportivo. Esta victoria inesperada también plantea interrogantes sobre la influencia de la extrema derecha en Argentina y a nivel global, ya que Milei ha sido comparado con líderes de extrema derecha como Donald Trump y Jair Bolsonaro.

A pesar de su éxito en las primarias, Milei enfrenta desafíos significativos en el Congreso para implementar sus políticas propuestas. Aunque su victoria refleja el deseo de cambio entre los votantes, su partido, La Libertad Avanza, controlaría solo una minoría de escaños en el Senado y la Cámara de Diputados. Esto podría limitar su capacidad para llevar a cabo reformas radicales en el sistema político y económico argentino.

La contienda política en Argentina está en un punto crucial, y el resultado de las elecciones generales determinará el rumbo político y económico que tomará la nación en los próximos años.

Durante el transcurso de esta semana no he dejado de pensar que pasaría si en su aburrimiento en su departamento de Miami el crack futbolístico de esa nación, Messi, decide opinar o actuar en los próximos comicios, sin lugar a dudas esa si sería la verdadera “mano de dios.” para el futuro argentino.

Twitter (X): @Raul_Saucedo

Correo: rsaucedo@uach.mx

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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