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Opinión

LA MITOMANÍA DE FRANCISCO MARTÍN MORENO (1 de 3) Por Luis Villegas

Hace mucho años, a mediados de los ochentas, leí la primera novela de Francisco Martín Moreno, “México Negro”,[1] me desconcertó; era un mamotreto mal escrito, sin estilo ni orden interno; empero, el libro contaba una historia interesante que desnudaba a medias la realidad del petróleo mexicano; fue un éxito. A partir de ahí, Moreno se engolosina con ese estilo facilón de nula calidad literaria que, sin embargo, reviste con nociones “originales” relativas a la historia de México, tendente a sorprender incautos. A veces, sus supuestas novelas -auténticos desahogos- constituyen largas parrafadas sin ton ni son y otras cuenta historias más o menos veraces sobre hechos aislados de la historia Patria bajo una óptica muy particular. Todo ello motivó que luego de su segunda novela, “Las Cicatrices del Viento”,[2] dejara de leerlo. No valía la pena. Si usted, querida lectora, gentil lector, ha leído historia, no lo vale.

 

A partir de ahí -esto solo puede ocurrir en México-, Moreno, esencialmente un novelista (y muy malo además), es decir, un narrador de hechos ficticios, se ha convertido en uno de los “historiadores” más leídos de este país. Durante los últimos años ha vendido miles de ejemplares de sus libros; y acometido por una fiebre extraña, en menos de tres años ¡ha publicado cinco libros! “Arrebatos Carnales” (I, II y III)[3] y “Cien Mitos de la Historia de México” (I y II);[4] con gran éxito de ventas, todo sea dicho. Yo me había resistido a leerlos pero comentarios sueltos de aquí y allá me obligaron a hacerlo. De los tres primeros es mejor ni hablar; para decirlo en breve: “Mucho ruido y pocas nueces”; una intentona morbosa que cumple con su cometido con singular desacierto: Narraciones ni lúdicas, ni ilustrativas, ni reveladoras y ni siquiera interesantes. Pero esto es subjetivo; usted sabrá si los lee o no; yo no se los recomiendo pero, como luego se dice: “En gustos se rompen géneros”. Los últimos dos libros citados, en cambio, los terminé de leer haciendo bizcos, saliéndome humo por las orejas (me veía muy chistoso), con el corazón en la boca y él hígado de través. Son un crimen.

 

La primera crítica, y no la menor, es que el primer tomo cobija el primer engaño; el mismo se titula: “100 Mitos de la Historia de México” (lo tengo aquí a la mano, lo estoy viendo) y nada más. Lo compra usted, rompe el celofán y la primera página nos asalta con esta leyenda: “100 Mitos de la Historia de México I”, ajajá, chingüengüenchón, o séase que los primeros cien mitos no son cien, son nomás 49; los otros 51 nos los queda a deber. Lo de menos es que esté escrito en 1 o 2 tomos -su veneno podría caber en veinte-, el asunto es que no lo avise desde la portada; que no advierta al lector, antes de comprarlo y romper el empaque, que no se trata de cien supuestos mitos sino de poquito menos de la mitad y que el resto se hallan contenidos en un libro aparte y que si desea leerlos todos deberá comprar dos libros y no uno.

 

El segundo engaño -este es peor que el anterior- es que muchos de los supuestos mitos no son tales y solo hallan cabida en la imaginación calenturienta del autor. Trascribo algunos de los títulos contenidos en el índice del tomo I: “La virgen de Guadalupe existe”; “México se fundó donde un águila devoraba a una serpiente”; “Miguel Hidalgo murió siendo líder de la independencia”; “Madero nunca gobernó por los espíritus”; “Juárez vendió territorio nacional”; “Porfirio Díaz, un convencido antirreeleccionista”; “Los antiguos mexicanos no eran antropófagos”; “Los gringos tienen la culpa”; etc.

 

Vayamos por partes; lo primero que habría de dilucidarse es: “¿Qué es un mito?”. Según la respuesta que se le dé a esta pregunta estaremos en posibilidades de resolver si se trata de auténticos mitos o no. Por “mito”, el diccionario[5] entiende, entre otras: “Narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico”; “historia ficticia o personaje literario o artístico que condensa alguna realidad humana de significación universal”; o “persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que carecen”. Atendiendo a las notas comunes de las definiciones previas, un mito es una narración sobre acontecimientos imaginarios, por lo general de carácter excepcional o extraordinario, atribuidos a una persona real o ficticia. Algo que la definición no dice, pero que está implícito en ella, es que el mito debe ser una creencia compartida; ello es así, porque si se tratara de una creencia de uno no se trataría de un “mito” propiamente dicho, sino de una creencia individual, de un cuento de la abuela (¡Aaay, mi abuelaaaa!), de una miniobra de ficción, de cualquier cosa menos de un mito. El mito, para serlo, debe estar arraigado en el subconsciente o en el consciente, colectivos.

 

Así, tomemos al azar alguno de los supuestos “mitos” anteriores, “México se fundó donde un águila devoraba a una serpiente”, por ejemplo y busquémoslo en Google; 24 resultados justos, absolutamente todos en relación directa e inmediata con el libro en cuestión; ni una sola nota, comentario, cita, que se le atribuya a algún autor mexicano o extranjero a ese respecto. Vuélvalo  a buscar omitiendo la referencia al libro y aparecerá la leyenda: “No se ha encontrado ningún resultado”. ¿Conclusión? ¡No existe ningún mito de ese cuño! En cambio, en el mismo buscador teclee: Águila, serpiente, nopal, aztecas, sin comillas, y le aparecerán 38,100 resultados, en multitud de sitios, rubros, entradas, preguntas o comentarios: En qué año los aztecas encontraron el águila parada en un nopal, ¿Cómo fue que los aztecas llegaron a la gran Tenochtitlan?, historias de dioses, demonios y héroes: El águila y la serpiente; ¡Los aztecas!; la cultura azteca y su origen mítico; es decir, el mito no es que México se haya fundado donde un águila devora a una serpiente, sino el mito fundacional de un pueblo que existió en el pasado remoto, los aztecas (o mexicas), que junto con otros centenares de pueblos y razas, mezclados con el ingrediente español, dieron origen a la noción actual de mexicanidad.

 

Como desmentirlo amerita escribir otro libro, el análisis que emprenda desde estos párrafos, por fuerza, será limitado en su extensión… y aquí ya no cabe.

 

Continuará…

 

Luis Villegas Montes.

[email protected], [email protected]

3

 


[1] MARTÍN MORENO, Francisco (1986): “México Negro”. Joaquín Mortiz. México.

[2] MARTÍN MORENO, Francisco (1988): “Las Cicatrices del Viento”. Joaquín Mortiz. México.

[3] MARTÍN MORENO, Francisco (2009-2011): “Arrebatos Carnales”. Tres tomos. Planeta. México.

[4] MARTÍN MORENO, Francisco (2011): “100 Mitos de la Historia de México”. Dos tomos. Aguilar. México.

[5] Real Academia Española. “Diccionario de la Lengua Española”. 22ª edición..

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El cerebro mexicano que ganó el Mundial de Clubes. Por Caleb Ordoñez T.

Hay mexicanos que no salen en portadas. No firman autógrafos en estadios llenos ni celebran goles frente a miles de gargantas encendidas. Son aquellos que, silenciosos, se cuelan en la élite mundial, con una maleta repleta de sueños, talento, y algo más poderoso: el ADN del campeón mexicano.

Uno de ellos es Bernardo Cueva, un tapatío que jamás fue futbolista profesional, pero que hoy diseña jugadas para el Chelsea FC, el actual campeón del Mundial de Clubes, que este fin de semana aplastó 3-0 al PSG de Francia con autoridad y sin titubeos. Su historia podría parecer improbable, pero más bien es un recordatorio de que la grandeza mexicana no siempre grita… a veces susurra entre pizarras, análisis y esquemas tácticos.

Cueva comenzó en Chivas como analista. Fue clave para que el Rebaño ganara la Concachampions en 2018. Luego dio el salto a Europa, al Brentford inglés, donde transformó las jugadas a balón parado en goles quirúrgicos. Y cuando el Chelsea —un gigante europeo— buscaba a alguien que elevara su estrategia fija, pagó más de un millón de libras para llevárselo. ¿Un mexicano sin pasado de cancha, sin apellidos pesados? Sí. Pero con un talento que no se puede ignorar.

Y es que a veces, el campeón no está en la cancha. Está en el cerebro.

ADN de campeón

En un país obsesionado con los reflectores, solemos ignorar a los que van por la sombra. Pero el éxito no siempre viene vestido de short. Hay mexicanos escribiendo códigos en Silicon Valley, dirigiendo orquestas en Viena o diseñando jugadas que hacen campeón al Chelsea.

¿Qué tienen en común? Que comparten una esencia que no aparece en las estadísticas: la terquedad del mexicano que no se rinde. Que trabaja doble para que no lo llamen “suerte”, que estudia más para que no le digan “improvisado”, que se queda más tarde para no parecer “exótico”.

Como dijo alguna vez Julio César Chávez: “Yo no era el más talentoso… pero sí el que más huevos tenía”. Y eso, querido lector, es el mismo combustible que impulsa a los Cueva, a los Checo, a los Sor Juana modernos que dominan desde el backstage.

Mientras unos se conforman con el “no se puede”, otros agarran un boleto de avión, una computadora y un sueño. Cueva no tuvo padrinos, pero sí convicción. No tuvo prensa, pero sí método. Hoy, es parte fundamental del equipo que se coronó campeón mundial este fin de semana en Nueva York, tras derrotar sin piedad al Paris Saint-Germain con goles de Cole Palmer y una exhibición táctica impecable.

¿Te imaginas lo que podríamos lograr si México dejara de mirar solo al delantero y también al cerebro que diseñó el gol? Si en lugar de exportar solo piernas, exportáramos mentes. Si entendiéramos que el campeón mexicano no es solo el que levanta la copa, sino también el que la hace posible. Y ahí está Cueva con su bandera en los hombros, orgulloso; feliz.

El legado sí importa.

Tal vez no sepas quién es Bernardo Cueva. Pero la próxima vez que veas un gol del Chelsea tras un tiro de esquina quirúrgico, ahí estará su firma. Discreta, inteligente, eficaz.

Porque así son muchos mexicanos: campeones anónimos que llevan en las venas esa mezcla de talento, coraje y hambre que no se enseña, se hereda.

Y cuando el mundo los voltea a ver, no es por casualidad.

Es porque, en el fondo, nadie puede ignorar a un mexicano cuando decide soñar hasta lo más grande; viene en nuestra sangre.

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