NACIONES PANTALLA
El regreso de las letras por este medio después de casi un mes de ausencia se debe no solo al periodo de verano en el calendario, sino al estudio y observación de campo…he aquí el primer resultado de ello.
La filosofía política nos enseñó que el poder, para ser efectivo, debe ser concentrado y legitimado. Thomas Hobbes,en su obra cumbre, imaginó al Leviatán, un monstruo bíblico que representaba al Estado soberano, la única entidad capaz de poner fin a la guerra de todos contra todos. El Leviatán de Hobbes no era un tirano por capricho, sino un mal necesario al que los ciudadanos voluntariamente cedían sus derechos a cambio de seguridad y orden. Hoy, sin embargo, nos encontramos ante una nueva forma de poder, un Leviatán moderno que ha surgido de nuestras propias manos: las «naciones pantalla».
Estas «naciones», no son estados en el sentido tradicional. Son corporaciones tecnológicas (Google, Meta, Amazon) que han concentrado un poder económico, cultural y político que eclipsa al de muchos países. Al igual que el Leviatán, ejercen un control absoluto sobre su dominio, pero a diferencia de esta figura, lo hacen sin el pacto social ni la legitimidad democrática. No necesitan pedirnos nuestro consentimiento en una asamblea, pues ya lo hemos entregado de forma tácita con cada clic, cada «me gusta» y cada dato que cedemos.
La analogía es inquietante. El Leviatán digital nos ofrece un tipo de seguridad: la comodidad de tener el mundo en la palma de la mano, el entretenimiento constante y la conexión con otros. A cambio, nos exige una obediencia absoluta. Estas empresas deciden qué información podemos ver y cuál no, manipulan el debate público a través de algoritmos opacos y monetizan la polarización. Han sustituido funciones estatales, gestionando el tráfico mejor que la policía, resolviendo disputas comerciales de forma más eficiente que cualquier oficina pública y orientando las elecciones con mayor impacto que cualquier medio tradicional.
El Leviatán de Hobbes tenía contrapesos; su poder estaba limitado por la voluntad de sus súbditos, que podían derrocarlo si no cumplía con su parte del pacto. El Leviatán digital, en cambio, opera sin contrapesos efectivos. No rinde cuentas ante parlamentos ni tribunales de la misma manera que lo haría un Estado. Cuando viola nuestra privacidad o fomenta la desinformación, las sanciones son, para estas empresas, meros «costos operativos».
La tiranía de estas naciones pantalla es sutil, pero profunda. Fragmentan nuestra atención, vulneran nuestra privacidad y erosionan el periodismo tradicional. Estamos viviendo arrodillados ante ellas, entregando nuestra soberanía a cambio de una ilusión de control. La pregunta no es si debemos apagar las pantallas, sino si estamos dispuestos a exigir que estas herramientas sirvan a los seres humanos y no al revés.
Sin embargo, frente a este panorama, no podemos caer en el fatalismo. La batalla por nuestra soberanía digital se libra en dos frentes: el individual y el colectivo. En el plano individual, la toma de conciencia es el primer paso. Debemos cuestionar nuestra relación con las pantallas, entender los mecanismos de la adicción y valorar nuestra privacidad como un bien fundamental, no como una moneda de cambio por servicios gratuitos. Significa ser críticos con la información que consumimos y con la forma en que interactuamos en estos ecosistemas. No se trata de un rechazo de la tecnología, sino de una nueva alfabetización cívica que nos enseñe a ser ciudadanos digitales, no súbditos.
En el plano colectivo, la respuesta debe ser política y regulatoria. Así como en el siglo XX los Estados limitaron el poder de los grandes monopolios industriales, hoy es urgente crear marcos legales que pongan un freno a la tiranía de las naciones pantalla. Es necesario exigir transparencia en sus algoritmos, proteger nuestros datos personales con leyes firmes y sancionar de manera efectiva la desinformación deliberada. Este es el gran desafío de nuestro tiempo: recuperar el control de las herramientas que hemos creado para que sirvan a la democracia y al bien común, en lugar de consolidar un poder que opera por encima de los gobiernos y de la voluntad popular.
@Raul_Saucedo
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