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Opinión

Los destinos de Ricardo Monreal. Por Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez Talavera

En Fresnillo Zacatecas se sabe celebrar. Su feria patronal es emblemática, cuando cientos de miles de personas se reúnen entre música, caballos y bebidas refrescantes.

Muy cerca, a quince minutos, está Plateros, un pequeña comunidad fuertemente devota del santo niño de atocha.

Plateros no es cualquier lugar ahí en Plateros se encuentra el santuario del mencionado santo. Para los devotos católicos, este lugar representa el tercero más visitado de México, sólo por debajo de la Basílica de Guadalupe y el Santuario de la Virgen de San Juan de los Lagos.

Aquella tierra, vería nacer a uno de los políticos más populares de todo el estado: Ricardo Monreal Ávila.

Para quienes lo conocen de cerca, Monreal es un tipo relajado pero con una intensidad de trabajo absoluta. Igual se le veía brindando en el Salón Tenampa y cantando canciones de José Alfredo Jiménez, junto a Martin Urieta, el pasado 22 de Noviembre; mientras que al día siguiente ya despachaba desde muy temprano y hacía la declaración a los medios más importante del día: “Arturo Herrera no sería el próximo gobernador del Banxico”.

La carrera política de Monreal es remota. Desde 1985, ya era primer regidor y Secretario de Ayuntamiento de Fresnillo, Zacatecas. Para luego ser diputado local y federal en cuantiosas ocasiones.

En 1998, se convirtió en el gobernador electo más joven de México a la edad de 37 años, ya con las siglas del Partido de la Revolución Democrática.

Poco a poco, se fue acercando más al presidente López Obrador, fue incluso su coordinador de campaña en el 2012.

Algo sucedió en 2017, una fuerte ruptura entre ambos políticos tenía preocupados a miles de morenitas…

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Opinión

La Trampa de la Soberanía. Por: Fernando Campos Cardosa

La palabra “soberanía” siempre ha tenido una connotación casi sagrada en la política de nuestro país. Invocarla suele ser suficiente para cerrar debates, bloquear el disenso y encender el fervor de quienes creen, honestamente, que un ejercicio genuino de soberanía nacional implica la defensa de todo aquello que nos define como nación libre e independiente. Sin embargo, lo que estamos presenciando hoy trasciende la mera consigna patriótica y revela un mecanismo más profundo, en nombre de “fortalecer la soberanía”: el gobierno está impulsando una serie de reformas que, lejos de hacer más sólido al Estado y a sus instituciones, están generando un poder desmesurado en la figura presidencial.

Regresemos unos meses en el pasado. El discurso oficial, replicado indiscriminadamente por los fieles seguidores,insistía en que se requería una reforma judicial para, supuestamente, erradicar los vicios históricos de nuestro sistema de justicia y ponerlo en sintonía con el pueblo. Suena bien en el papel, pero la práctica nos muestra que dicha reforma nunca respondió a un diagnóstico amplio ni a un proceso de debate incluyente. Por el contrario, parece apuntar a la conformación de un poder judicial dócil y moldeable a los intereses del Ejecutivo, uno que no sea un contrapeso sino un respaldo incondicional a sus decisiones.

Algo parecido ocurrió con la eliminación de organismos autónomos, esos entes creados para vigilar con lupa la actuación del gobierno, preservar la transparencia y defender los derechos de la ciudadanía. En su momento, la gentecelebró la creación de estas instituciones como un hito democrático, un esfuerzo por asegurarnos de que, sin importar el partido en el poder, habría un órgano independiente con la capacidad de investigar, documentar y, en caso necesario, sancionar. Hoy, se argumenta que éstos no hacían sino entorpecer el “proyecto de transformación” al estar plagados de intereses ajenos y por ello debían ser eliminados. El resultado: en nombre de la soberanía y de la supuesta “eficiencia administrativa”, ya se ha comenzado a desmantelar esas barreras que alguna vez se erigieron contra los abusos del poder y que nos dejan indefensos ante, por ejemplo, genuinas intenciones de obtención de información que antaño nos permitieron encontrar corruptelas y que hoy piensan esconder tras la subjetividad de la validez.

Pero eso no es todo. Pues el pasado 11 de marzo se aprobó una reforma en materia de “Soberanía Nacional” a los artículos 19 y 40 constitucionales bajo el pretexto de “defender la independencia y la integridad del país”. Sobre el papel, suena como un acto patriótico: ¿quién estaría en contra de proteger la soberanía de una nación? Sin embargo, en la práctica, esta nueva normativa corre el riesgo de convertirse en un arma política para etiquetar como intervencionismo cualquier crítica que provenga del exterior (o hasta de voces internas que supuestamente sirvan a intereses foráneos) y facilitar así la persecución de opositores. Pareciera un escudo para mantener a raya amenazas imaginarias, pero termina siendo un golpe silencioso contra los contrapesos democráticos y los principios de cooperación internacional que nuestro país cultivó por años.

Resulta preocupante entonces, que bajo el paraguas retórico de “proteger la soberanía”, se concentre cada vez más poder en el Ejecutivo, disminuyendo la independencia de instituciones y organismos que, en una democracia sana, deberían mantenerse ajenos a la conveniencia política. Ese es, en esencia, el problema, cuando la soberanía se emplea como cortina de humo, se puede tachar de traidor a cualquiera que se oponga o cuestione, y en ese escenario, la obediencia reemplaza al verdadero debate, aniquilando la pluralidad que tanto esfuerzo nos costó instaurar.

Pero el problema no es la defensa de la soberanía en sí misma. Nadie discute que sea vital defender y fortalecer los elementos que nos hacen un país independiente y con instituciones sólidas. El auténtico inconveniente está en el uso arbitrario de la palabra para legitimar cambios que, en los hechos, corroen la pluralidad democrática y nos devuelven a un sistema parecido al del partido único. Ese que conocimos durante décadas y que, gracias a la intensa labor de generaciones, habíamos logrado sacudir de nuestro escenario político.

Y la oposición (salvo honrosos perfiles) ha caído redondita en la trampa. Quizás por temor a ser señalada como antipatriota, o quizás porque al final, su cálculo político le dicte que no vale la pena enfrentarse a una narrativa que apela a la emotividad de buena parte de la población. Al final, nadie quiere quedar en el registro histórico como alguien que votó “en contra de la soberanía”. Sin embargo, si se permite que el gobierno concentre un poder sin precedentes, esa acumulación terminará tarde o temprano por explotar en contra de quienes hoy se consideran voces disidentes.

Es urgente que el debate político se libere del blindaje discursivo de la palabra “soberanía” para pasar a la discusión seria sobre cómo se garantizan los contrapesos y la participación de la sociedad civil. De lo contrario, seguiremos viendo cómo se aprueban reformas que, con la bandera de la independencia nacional, promueven la centralización del poder en una sola figura y desdibujan la capacidad de las instituciones para funcionar como garantes de la democracia.

Entonces, la trampa de la soberanía es esa: se nos ofrece como carnada la liberación patriótica, pero detrás, se esconde un anzuelo de sumisión a un poder que no admite disidencia. Un poder, además, fortalecido por el silencio o la complacencia de quienes deberían alzar la voz y plantear una oposición con argumentos. Sin duda, es momento de mirar con lupa estas reformas y exigir que se detenga esta vorágine que, en nombre de un ideal que pocos se atreven a cuestionar, ha comenzado a desmantelar a plumazos los avances democráticos que tanto nos costaron conseguir. Ceder a la trampa de la soberanía es ignorar que, paradójicamente, su uso indiscriminado puede convertirse en la mezcla para la construcción de un nuevo autoritarismo.

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