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Opinión

Mensajero de valores por Juan Ramón Camacho

Hace una semana, en el Museo Casa de Juárez, que me llevé una agradable sorpresa. Fue en la presentación de un libro sobre valores humanos y su importancia en la consolidación del desarrollo y la paz en nuestro país.

La sorpresa no fue provocada por el evento mismo, ya que eventos de ese tipo hay muchos en la ciudad de Chihuahua; tampoco la causó el tema sobre el cual se articula el contenido o propuesta del texto a presentar, que me parece un asunto abordado ya desde muchos ángulos en diferentes momentos y lugares.

La gratificante sorpresa que me llevé -lo mismo que otros más de los asistentes al evento, estoy seguro- obedeció a que el autor del libro que se presentaba es un ingeniero en Fruticultura, identificado como padre de familia que vive atento a la sociedad en que crecen sus hijos, quien viene a manifestarnos literariamente su profunda y sincera preocupación por la situación nacional que necesita una atención específica y especial.

Sí: el ingeniero dejó sus árboles en su rancho por un momento para dedicarse, con entusiasta entrega, a escribir un libro sobre desarrollo humano, inspirado por la realidad lamentable de nuestro país en los últimos años. Pero el entusiasmo no se agotó en la redacción del texto, sino que se ha filtrado hasta la voluntad de generar un movimiento de conciencia y participación colectiva que pretende influir en la educación de los mexicanos, movimiento que lleva por nombre «Mensajeros de Valores», al cual no pocos ciudadanos se han unido.

Estoy hablando del ingeniero José Luis Ortega Fierro, cuyo ánimo por hacer que recuperemos y promovamos lo mejor de nosotros no puede menos que despertar admiración. Él tiene fe en que podemos hacer las cosas de mejor manera, y su optimismo respecto al logro de una paz social es, sin duda, plausible.

El libro referido lleva por título «Poderosas vitaminas para el desarrollo y la paz en México», y representa el valioso fruto de una iniciativa honesta, motivada por el deseo de que las cosas cambien. Dicha obra es una empresa con la noble intención de contribuir al mejoramiento personal y social de los mexicanos. Si cada uno de nosotros participara en esa contribución, seguramente la misión se realizaría con satisfactorios y alentadores resultados.

Propone el autor que, a partir de la vida en el hogar, con el ejemplo de padres a hijos, procuremos el cumplimiento de un decálogo que nos lleve al desarrollo y la paz que tanto queremos y necesitamos en México. Dicho decálogo lo integran los siguientes elementos: orden, limpieza, puntualidad, responsabilidad, deseo de superación, honradez, respeto al derecho de otros, obediencia a la ley y los reglamentos, amor al trabajo y afán por el ahorro y la inversión.

El ingeniero Ortega propone que este decálogo sea promovido en las escuelas, con la participación comprometida de los maestros, para que estudiantes de todos los niveles experimenten su desarrollo interior y puedan, de esa forma, contribuir con lo mejor de sí, al desarrollo exterior o social.

Merece el ingeniero Ortega Fierro un reconocimiento por su preocupación y aportación. Su propuesta debe ser valorada y, en lo posible, impulsada por cada uno de nosotros en nuestro campo de acción. Debe dejarnos con buen ánimo el saber que en Chihuahua contamos con gente que por su sincero compromiso con los valores, nos hace ver que hay esperanza para una mejor convivencia.

Fuente: El Heraldo de Chihuahua.

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Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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