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Opinión

NUESTRA SOCIEDAD ANTE LA VIOLENCIA Por Víctor Quintana

La misma acuciante pregunta se expresaba en diversas bocas: ¿qué más espera esta sociedad para reaccionar?  La interrogante se difundió por todos los corrillos durante las honras fúnebres de Javier Moya y Javier Salinas, el pasado viernes 20. ¿De verdad no ha reaccionado la sociedad civil chihuahuense y mexicana ante la violencia? Si lo ha hecho, ¿cómo ha sido su reacción?
No ha habido en este sexenio no hay una respuesta de la sociedad en bloque, multitudinaria a la violencia. Tal vez la acción mayoritaria sea la no respuesta: el  aguantar la violencia encogiéndose de hombros, no vaya a ser que le toque a uno. El miedo ambiente bloquea la libre manifestación.
Ahora bien, en los sectores y en los grupos que sí han articulado acciones lo primero que se echa de ver es la heterogeneidad, la atomización  y la falta de coordinación de las mismas. En segundo lugar, se observa  que casi todas las acciones de los diversos grupos de la sociedad civil tienen una orientación simbólico-expresiva: manifiestan un deseo profundo de paz, y un claro rechazo de la violencia, más general en unos grupos, más específicamente en otros.
Sin embargo, hay grupos que se quedan en lo meramente simbólico-expresivo: marchas por la paz, desfiles de niños, jornadas de oración, llevar símbolos en la ropa o en el vehículo, etc. Aquí las demandas son muy generales: la paz, el fin del baño de sangre. No se identifica con claridad al interlocutor a quien se hacen llegar dichas demandas. A pesar de que estas manifestaciones no van más allá de eso, que no exigen una acción o un compromiso continuados, no han logrado masificarse, sintonizarse en muy diversos lugares del país y convertirse en una expresión que obligue al Estado a cambiar su estrategia de guerra.
Hay otros grupos y segmentos sociales que, sin menoscabo de la orientación simbólico-expresiva de su acción, le asignan también un carácter funcional-instrumental. Es decir, con sus manifestaciones, además de hacer patente su rechazo a la violencia, buscan propósitos muy específicos. Aquí se abre una interesante variedad de acciones y objetivos: algunas y algunos periodistas y líderes de opinión han hecho excelentes denuncias, fundamentadas de los hechos de violencia criminal, de violencia de Estado, para sacudir y hacer pensar a la opinión pública. No pocos académicos han rastreado los orígenes sociales, económicos y culturales de las múltiples violencias que sufrimos y han hecho públicos sus hallazgos para proponer políticas públicas al respecto.
Organizaciones no gubernamentales, sobre todo de derechos humanos y de derechos de las mujeres, de los jóvenes y de los niños, han desplegado una intensa actividad para atender a víctimas de las violencias. Las han acompañado a ellas y a sus deudos, han fungido como coadyuvantes en la administración de la justicia, han brindado apoyo psicológico, les han encontrado refugio, han emprendido programas de educación para la paz, han acudido a instancias de justicia locales, nacionales e internacionales. Son, sin duda, el sector de la sociedad civil con un compromiso más sistemático y más  continuo para atender a quienes sufren la violencia y prevenirla.
También emergen movimientos, algunos se dispersan como surgen, otros se convierten en coordinaciones u organizaciones más permanentes como el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Las circunstancia, el contexto, los han hecho que a la dimensión simbólico-expresiva le agreguen demandas muy concretas de fin de la impunidad, de presentación de desaparecidos, de reformas legales, como la recién aprobada Ley de Víctimas, logro indudable del MPJD y de las organizaciones derechohumanistas.
Otra forma de respuesta civil a la violencia es la organización comunitaria para la autodefensa. Se da sobre todo en comunidades indígenas y rurales, un tanto apartadas o compactas, casi siempre en respuesta a agresiones externas. Es el caso de las policías comunitarias de Guerrero, o de Ostula y Cherán, en Michoacán. Esta forma de acción es tan amenazante para los agresores, que responden con el asesinato de dirigentes comunitarios, como acaba de suceder en Cherán y a fines de 2011 en Ostula.
Hay, pues, importantes sectores de la sociedad que responden efectivamente a las múltiples violencias que vivimos. Lo  hacen con mística, con valentía, con sabiduría, con técnica, incluso. Sin embargo, es hora que a nivel nacional o si quiera, en una región o ciudad de considerable tamaño, surja y se articule un movimiento u acción ciudadana masiva, contundente, certera en sus demandas y objetivos que haga que los diversos niveles de gobierno den el golpe de timón que urge dentro del mar de sangre que ahoga al país, sobre todo en algunas regiones.
¿Por qué es así? Porque los mismos factores que facilitan la violencia son los que impiden que la sociedad se manifieste unitaria, eficaz, contra ella. Como sociedad se nos ha atemorizado, se nos ha hecho creer que la única solución es la violencia legitimada del ejército o la policía. Porque se nos ha hecho descreer de nosotros mismos, de las organizaciones y de los dirigentes que nos damos. Seguimos esperando que caiga del cielo o de kryptón el caudillo impecable y perfecto que nos conduzca. La organización que esté por encima de toda sospecha de politización. Porque la mayor parte de nuestras concepciones sobre las acciones de resistencia o de protesta de otros son construidas por lo que los medios de comunicación dominantes quieren que pensemos.
Ante esto, no hay más que como sociedad creamos en nosotros mismos, que reconozcamos a los sectores y grupos que con valentía se han organizado y actuado ante la violencia, que emprendamos un gran esfuerzo conjunto por llevar a cabo el «desarme cultural» que legitima la violencia y por educarnos en la resistencia no violenta, que rehagamos los lazos entre nosotros, debatamos sin fracturarnos y privilegiemos lo que nos une.  La gran reacción ciudadana no se va a dar por más que la esperemos si no nos involucramos en construirla.  Los cómos los iremos viendo.

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Opinión

La semilla. Por Raúl Saucedo

Libertad Dogmática

El 4 de diciembre de 1860 marcó un hito en la historia de México, un parteaguas en la relación entre el Estado Mexicano y la Iglesia. En medio de la de la “Guerra de Reforma», el gobierno liberal de Benito Juárez, refugiado en Veracruz, promulgó la Ley de Libertad de Cultos. Esta ley, piedra angular del Estado laico mexicano, estableció la libertad de conciencia y el derecho de cada individuo a practicar la religión de su elección sin interferencia del gobierno.

En aquel entonces, la Iglesia Católica ejercía un poder absoluto en la vida política y social del país. La Ley de Libertad de Cultos, junto con otras Leyes de Reforma, buscaba romper con ese dominio, arrebatándole privilegios y limitando su influencia en la esfera pública. No se trataba de un ataque a la religión en sí, sino de un esfuerzo por garantizar la libertad individual y la igualdad ante la ley, sin importar las creencias religiosas.
Esta ley pionera sentó las bases para la construcción de un México moderno y plural. Reconoció que la fe es un asunto privado y que el Estado no debe imponer una creencia particular. Se abrió así el camino para la tolerancia religiosa y la convivencia pacífica entre personas de diferentes confesiones.
El camino hacia la plena libertad religiosa en México ha sido largo y sinuoso. A pesar de los avances logrados en el lejano 1860, la Iglesia Católica mantuvo una fuerte influencia en la sociedad mexicana durante gran parte del siglo XX. Las tensiones entre el Estado y la Iglesia persistieron, y la aplicación de la Ley de Libertad de Cultos no siempre fue consistente.
Fue hasta la reforma constitucional de 1992 que se consolidó el Estado laico en México. Se reconoció plenamente la personalidad jurídica de las iglesias, se les otorgó el derecho a poseer bienes y se les permitió participar en la educación, aunque con ciertas restricciones. Estas modificaciones, lejos de debilitar la laicidad, la fortalecieron al establecer un marco legal claro para la relación entre el Estado y las iglesias.
Hoy en día, México es un país diverso en materia religiosa. Si bien la mayoría de la población se identifica como católica, existen importantes minorías que profesan otras religiones, como el protestantismo, el judaísmo, el islam y diversas creencias indígenas. La Ley de Libertad de Cultos, en su versión actual, garantiza el derecho de todos estos grupos a practicar su fe sin temor a la persecución o la discriminación.
No obstante, aún persisten desafíos en la construcción de una sociedad plenamente tolerante en materia religiosa. La discriminación y la intolerancia siguen presentes en algunos sectores de la sociedad, y es necesario seguir trabajando para garantizar que la libertad religiosa sea una realidad para todos los mexicanos.

La Ley de Libertad de Cultos de 1860 fue un paso fundamental en la construcción de un México más justo y libre. A 163 años de su promulgación, su legado sigue vigente y nos recuerda la importancia de defender la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa como pilares de una sociedad democrática y plural.
Es importante recordar que la libertad religiosa no es un derecho absoluto. Existen límites establecidos por la ley para proteger los derechos de terceros y el orden público. Por ejemplo, ninguna religión puede promover la violencia, la discriminación o la comisión de delitos.
El deseo de escribir esta columna más allá de conmemorar la fecha, me viene a deseo dado que este último mes del año y sus fechas finales serán el marco de celebraciones espirituales en donde la mayoría de la población tendrá una fecha en particular, pero usted apreciable lector a sabiendas de esta ley en mención, sepa que es libre de conmemorar esa fecha a conciencia espiritual y Libertad Dogmática.

@Raul_Saucedo
rsaucedo@uach.mx

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