Conecta con nosotros

Opinión

POLITICA (JUSTICIA) SOCIAL por FRANCISCO RODRIGUEZ PEREZ

Si bien los Indicadores de Pobreza del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, presentados y analizados durante la semana, arrojan algunos avances, resultados y hasta sugieren que se transita por buen camino, aún falta mucho para lograr las metas y superar los desafíos que implica esa injusticia social que significan la pobreza y la miseria.

Los datos son todavía inquietantes: en el país siguen en pobreza más de 53 millones de personas, de los cuales más de 11 y medio millones, casi el 10 por ciento de la población, sobrevive en condiciones de pobreza extrema.

El Gobierno de Enrique Peña Nieto plantea, sin embargo, algunos cambios esperanzadores. En el contexto de la presentación de los datos del Coneval, los secretarios de Hacienda, Luis Videgaray, y de Desarrollo Social, Rosario Robles, señalaron que programas como Progresa, del sexenio de Ernesto Zedillo, y Oportunidades, de la docena panista, sólo han sido “paliativos”.

En el caso específico de Chihuahua se han destacado, nacional y localmente, las cifras de la disminución de la pobreza, con una importante reducción de la pobreza extrema, aunque con la carencia alimentaria a la alza.

No es despreciable el avance, no son menores los resultados. Como lo dijo el Gobernador, César Duarte, en el evento oficial de presentación de los Indicadores de Pobreza, se marca un referente que motiva y se da un acicate para redoblar esfuerzos.

Ciertamente el pesimismo no es ni la solución, ni el camino o la vía para salir del atolladero, pero tampoco se trata de optimismos infundados o simulaciones basadas solamente en la estadística.

La pobreza sigue aquí, se enseñorea por todos lados. La miseria sigue dando cachetadas a los juarenses, a los chihuahuenses y a los mexicanos, no sólo a los pobres, sus víctimas, sino a todos.

Junto con las cifras y los indicadores técnicos debemos asumir los criterios humanos que exigen JUSTICIA SOCIAL, aún más que POLÍTICA SOCIAL sobre todo cuando se trata de la miseria entre nosotros, una miseria que tenemos que rechazar y abatir entre todos, como una labor permanente, diaria, constante y comprometida.

La pobreza extrema constituye una situación intolerable, que priva de las condiciones para una vida en dignidad y seguridad a cientos de miles de chihuahuenses, a millones de mexicanos y a más de mil millones de seres humanos en el mundo.

La pobreza es un problema fundamental, complejo y muchas veces mal comprendido, sobre todo cuando se lo reduce a una cuestión de ingresos o carencias materiales. Esta concepción generalizada respecto a la pobreza, determina que algunas de las acciones para combatirla tengan un sesgo sólo conduce a la reducción del problema, cuya supuesta solución se ubicaría únicamente en el crecimiento económico o en una mejor distribución de la riqueza.

Si bien las carencias materiales pueden ser el aspecto más expresivo de la pobreza extrema, la discriminación y la exclusión, es un error pensar que los pobres son sólo personas con carencias. El asunto tiene mucho más fondo: la pobreza, sobre todo la pobreza extrema, constituyen una situación que destruye al ser humano, que mina sus capacidades para desarrollarse plenamente y en dignidad.

Así lo plantea el padre Joseph Wresinski: “Los más pobres nos la han señalado miles de veces: lo peor para el ser humano no es tener hambre o no saber leer, ni tampoco la falta de trabajo. La peor de las desgracias es tener conciencia de que no son tenidos en cuenta hasta tal punto que sus sufrimientos son ignorados. Lo peor es el desprecio de sus conciudadanos. Porque es el desprecio que los aparta de todo derecho, haciendo que el mundo abomine de su modo de vida y les impida ser reconocidos como seres dignos y capaces de tener responsabilidades. La mayor desgracia de la peor de las pobrezas, es ser un muerto en vida a lo largo de toda su existencia”.

El problema de la pobreza, visto como una cuestión de carencias, hace que los ciudadanos lo sintamos y lo veamos ajeno a nuestra responsabilidad. Peor aún, este esquema de pensamiento, lleva a culpabilizar a los pobres por su situación, a verlos como personas que no realizan los esfuerzos suficientes para salir de la pobreza. Y más grave, todavía, es criminalizar la pobreza y la miseria.

El decir “los pobres son pobres porque quieren”, una expresión más común de lo que se cree o espera, ha sido una de las más grandes injusticias que los más pobres han sufrido, porque con eso se niega la injusticia misma de la pobreza. Nadie es pobre porque quiere, sino porque se le han negado las condiciones básicas para desarrollar sus capacidades y para construir su propia existencia.

Continuamente la pobreza no se trata de una situación coyuntural, sino de personas y familias atadas a una situación de pobreza, miseria, explotación, discriminación y exclusión que trasciende su vida misma y se remonta incluso a generaciones anteriores. Este círculo vicioso de la miseria es sumamente difícil de romper.

La miseria, antes que las propias carencias materiales, es una VIOLACIÓN INTEGRAL A LOS DERECHOS HUMANOS Y SOCIALES, una injusticia que como sociedad sustentada sobre el respeto a la persona humana no se puede tolerar, y si acaso trata de justificarse, entonces la miseria y la pobreza cuestionan los fundamentos mismos de la vida en sociedad.

Los datos técnicos, como los “indicadores de pobreza” del Coneval, y las investigaciones recientes en la materia han puesto en claro la necesidad de conceptuar adecuadamente el tema de la pobreza, desde la falta misma de posibilidades y de oportunidades que permitan a las personas tener una vida digna. Así, la pobreza se sitúa en el plano de la JUSTICIA SOCIAL.

Medir la pobreza, como lo hace el Coneval, resulta un ejercicio difícil. Sin embargo, calcularla desde un punto de vista cuantitativo, con indicadores definidos y criterios internacionalmente validados, es importante porque permite establecer un criterio de referencia lo que, a su vez, hace posible comparar las condiciones de diferentes grupos sociales y áreas, incluso en periodos diferentes.

Pero más allá de la posibilidad o imposibilidad de comparaciones, con cualquier indicador, el problema es que la pobreza tiene una multiplicidad de aspectos.

Eso implica que se pueden encontrar distintas definiciones de pobreza y, sobre todo, que tiene que ser definida basándose en la percepción de los pobres.

Se necesita, entonces, un cambio de perspectiva, para basar el diseño de políticas y programas en las prioridades identificadas por los «beneficiarios» mismos, con el «apoyo de», pero no «por» los profesionales y técnicos. Solamente de este modo es realmente posible reconocer las múltiples caras de la pobreza sin caer en el inevitable reductivismo, la estandarización y la consecuente simplificación que normalmente caracterizan los enfoques técnicos.

Desde ese punto de vista se debe fortalecer la capacidad de identificar las necesidades de los pobres, lo que significa darles espacios e instrumentos de expresión, apoyar mecanismos de autodeterminación, favorecer procesos orientados a reafirmar su autoestima y a convencerlos de su capacidad para guiar las intervenciones que los afectan.

Esto implica que las instituciones a las cuales corresponde el diseño y la realización de los programas para la superación de la pobreza, tienen que contar con profesionales con capacidad de involucrar directamente a los pobres en la producción de la información necesaria y en la búsqueda de las soluciones.

Así, la Declaración los Objetivos del Milenio de la ONU insiste: “No escatimaremos esfuerzos para liberar a nuestros semejantes, hombres, mujeres y niños, de las condiciones abyectas y deshumanizadoras de la pobreza extrema, a la que en la actualidad están sometidos más de 1,000 millones de seres humanos”.

Los derechos humanos y la justicia social pueden parecer ideales remotos cuando individuos y familias están, en este momento, pasando hambre, o sin poder protegerse o proteger a sus familiares contra enfermedades evitables o asegurar a sus hijos una enseñanza básica.

Pero es necesario pensar la pobreza desde el enfoque de los derechos humanos y la justicia social, para actuar en consecuencia y resolver ese flagelo. Datos, cifras, avances, resultados, como los del Coneval, son sólo fases en la solución de un problema que si lo justificamos, toleramos o esquivamos, terminará por negarnos como seres humanos y como sociedad. ¡Hasta siem

Clic para comentar

You must be logged in to post a comment Login

Leave a Reply

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

Continuar Leyendo
Publicidad
Publicidad
Publicidad

Más visto