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Opinión

¿Por qué creemos en teorías de conspiración? De Itali Heide

Itali Heide

Bill Gates planea vacunar a toda la población con un microchip. Las torres 5G provocaron la propagación de COVID-19. El coronavirus fue creado en un laboratorio chino como arma biológica.

Estas y otras teorías de conspiración circulan las redes, y lo más probable es que conozcas a alguien que apoya alguna de ellas.

A medida que el mundo acumula problemas tras problemas; expresados en un mundo digital sin fronteras, límites, y filtros, estamos en un punto de la humanidad, en el que nuestra realidad es cuestionada en cada decisión que tomamos como sociedad colectiva.

REUTERS/Henry Romero

Desde el comienzo de la pandemia por COVID-19, una audiencia ansiosa en búsqueda de claridad ha cuestionado sus orígenes, efectos, consecuencias y tratamientos. Algunas teorías son inofensivas, pero otras crean un peligro real para la salud pública.

Una investigación realizada por la Universidad de Oxford encontró que las personas que creen en estas teorías tienen menos probabilidad de seguir medidas de seguridad sanitarias como el distanciamiento social y el uso de cubrebocas.

Mientras que los brotes de COVID-19 empeoran en países como México, Estados Unidos, India, Brasil y Rusia, las tasas de mortalidad se disparan, nos revelan la verdad innegable: el virus es real, peligroso y solo empeorará si los países no trabajan para implementar y cumplir las medidas de seguridad.

Creencias basadas en la paranoia siempre han existido, desde pandemias anteriores, el alunizaje, el nuevo orden mundial, el asesinato de John F. Kennedy y cientos más.
Teniendo esto en cuenta, no sorprende que COVID-19 sea la nueva exploración de los teóricos de conspiración. Todo esto nos lleva a preguntarnos, ¿por qué las personas se aferran a las teorías de conspiración durante tiempos inciertos?

“El nuevo orden mundial” causante del coronavirus, una popular teoría de conspiración.

Necesidades epistémicas

Jan-Willem van Prooijen, un psicólogo social y organizacional en Vrije Universiteit Amsterdam, dice que las teorías de conspiración pueden ser especialmente atractivas para las personas que se sienten insuficientes e ignoradas, creando un sentido de identidad, pertenencia y conocimiento mediante una falsa percepción de superioridad intelectual e información privilegiada.

Temor infundado contra termómetros.

El narcisismo colectivo, junto con afiliaciones políticas, redes sociales y una cosmovisión desconfiada, conecta fácilmente a las personas con mentalidades similares, creando comunidades que luchan activamente contra la verdad para sentirse superiores, ya sea consciente o inconscientemente.

Sobrecarga de información

El bombardeo de información que recibimos todos los días puede manipular nuestra intuición para decidir si algo es correcto.

Los proveedores de noticias falsas utilizan principios de la propaganda para desalentar nuestro pensamiento crítico.

Frecuentemente, información errónea incluye lenguaje descriptivo e historias personales vividas traducidas en datos o cifras familiares para hacer que se sienta convincente.

La repetición hace que un hecho parezca más cierto, independientemente de si lo es o no. Comprender este efecto puede ayudarlo a evitar caer en la propaganda, dice el psicólogo Tom Stafford.

Educación

Por mucho que nos gustaría creer que las personas educadas no caen en teorías de conspiración, este no es el caso.

Los factores políticos, sociales y emocionales pueden sesgar incluso a científicos y educadores. Hemos visto a políticos, médicos, investigadores y periodistas reconocidos y respetados dejar a un lado la verdad para ajustar la realidad a su visión del mundo, lo que en efecto da “veracidad” a estas afirmaciones falsas dentro de comunidades respetadas.

Los reveses sociales también alientan a las personas a dudar de la realidad. Investigadores de la Universidad de Minnesota y la Universidad de Lehigh descubrieron que quienes creen que los valores sociales están desapareciendo, son más propensos que otros, a estar de acuerdo con declaraciones conspirativas.

Simplificando eventos complejos

Investigaciones sugieren que las teorías de conspiración ofrecen explicaciones simples a situaciones amenazantes, inciertos y complejos, que nos hacen sentirnos fuera de control.

El COVID-19 ha cambiado nuestras vidas, y muchos seguimos sin entender totalmente sus orígenes o cómo detenerlo. Ozan Kuru de la Universidad de Pensilvania explicó que puede ser difícil para algunas personas aceptar que los científicos reconocen abiertamente las limitaciones de su conocimiento.

La necesidad de comprender lo que aún no se sabe es un campo de siembra para dudas, que puede convertirse en un pensamiento paranoico y frustración, fomentando creencias que tranquilizan, sean ciertas o no.

Para detener la propagación de información falsa y poder lidiar con la pandemia de frente, debemos abordar la situación con hechos, investigación y pensamiento crítico.

Para combatir las teorías de conspiración peligrosas que ponen en riesgo la salud pública, podemos emplear estas acciones cuando tratamos con personas que crean en estas teorías:
– Conversar, no dar sermones.
– Ser empático.
– No repetir la teoría.
– Comenzar con fuentes confiables.
– Compartir artículos de verificación de hechos que refutan la teoría.
– Hacer preguntas y señalar puntos lógicos.
– Saber cuándo alejarse de la conversación.
– Fijar un buen ejemplo.

Las teorías de conspiración son una reacción humana a tiempos confusos. 7.5 mil millones de personas estamos tratando de entender el mundo y lo que sucede en él, y en la diversidad total del ser humano es imposible estar de acuerdo en todo. Sin embargo, sabemos que esta pandemia no respeta creencias, fronteras, culturas, religiones, filiación política, nivel educativo, nivel socioeconómico, y mucho menos las teorías de conspiración.

Es nuestra responsabilidad investigar y hacer preguntas reflexivas sobre la información que encontramos, y separar la verdad de las mentiras. Benjamin Franklin alguna vez dijo la frase que resume nuestra toma de acción como sociedad en estos momentos: “El mejor sermón, es un buen ejemplo”.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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