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Opinión

Teoría Ranchera-Económica de los Impuestos por Martín Galván Castillo

Ahora que está de moda hablar de impuestos, me dejaré caer con una explicación que nadie me pidió. Pero me vale un soberano comino si quieren que les explique o no. Igual voy a meter mi cuchara en este mole. A ver si no hago más batidero. O la riego. Pero toda decisión implica cierto riesgo al contener algún grado de incertidumbre y por lo tanto la posibilidad de estar fuera del conjunto absoluto de la verdad. Esto involucra también andar como becerro cerquero, brincando de un lado a otro la cerca entre la región inmaculada que contiene la verdad y la que contiene mentiras. Sin embargo tomar riesgos es lo mío y me voy a aventar. Total, parafraseando a la Tucita diré: “pa’ qué me dejan solo”.

Impuesto es el tributo que los habitantes de una sociedad deben aportar a una entidad que los gobierna para costear la administración de la vida en común. Esta definición ya desquitó la taza de café que me estoy tomando.

Es decir, si vives en una sociedad, pues tienes qué aportar. En efectivo, en especie o en chamba. Pero tienes qué cooperar. Es como cuando se hace una carne asada entre amigos, se arma la coperacha y se compra la cheve, el carbón, la carne, las tortillas y la salsa. Excluimos a propósito el guacamole de este ejemplo porque luego van a pensar que somos ricos y nos van querer cobrar más impuestos. Si no pusiste lana y asistirás a la pachanga, pues te llevas el quede de una botellita de una fiesta anterior. O ya de perdis, compras unas Big Cola de cuatro litros (ya sé que no hay de cuatro litros, pero no tardan en sacarla al mercado). O ya más, de perdis, pues preguntas de a cómo nos tocó, aunque sea solo por quedar bien y no pongas nada más que la buena intención. El caso es no llegar con las manos vacías o caer en el calificativo de gorrón. Se junta todo, se prepara todo y todos comen y la pachanguean. Si alguien no puso o puso menos y como quiera comió y pisteó, pues fue subsidiado por todos los demás.

Ahora viene un asunto de justicia en esto de la comedera y de la coperacha. Aquellos que estén hambreados y gorditos, pues necesitan comer más. Los que estamos (ajá) más flaquitos o a dieta, pues comemos menos. Todos tenemos necesidades diferenciadas. Unos se dejarán caer con la carne, otros con las cheves y algunos otros, con ambas. A los que se descuiden, pues no les tocará nada. Por otra parte, unos tienen trabajo bien remunerado y constante, y otros pues trabajan por su cuenta. Para unos a veces no hay y otras veces tampoco. Y por si fuera poco, algunos otros estudiaron administración del tiempo libre y traen la cartera con puros recaditos y papelitos. Así que, ¿deben todos poner igual? O bien, ¿debe poner cada quien según su ingreso o posibilidad?

Ya con la coperacha hecha, pues se manda a alguien a comprar la carne, las cheves, el carbón y todo lo demás. Pero hay que decidir qué comprar. Y a éste comprador se le puede ocurrir comprar puras light y a mí, sinceramente, me salen ronchas con las cosas light. Así que la intención sería darle gusto a la mayoría, o ya cuando menos, al que puso la casa. Como no es lo mismo lo que se pone y lo que se consume, a ese fenómeno se le nombra con la pomposa frase: “redistribución de la riqueza”.

Vaya lío. Pero si nomás es una carne asada.

Lo bueno de esto es que se la pasa uno genial y divertido. Comiendo o no. Aguantando a gorrones y a ponedores por igual.

Eso mismo pasa con nuestra sociedad. Los impuestos se cobran de acuerdo con el ingreso, las ganancias (renta), posesiones (propiedades), uso de los bienes comunes (derechos), el trabajo, a las compras, y otras cosas ingratas relacionadas con el dinero. La idea generalmente aceptada es que entre más tengas, más pones pa’ la carne. Ese dinero es juntado por el que hace la coperacha (creo que le dicen Secretaría de Hacienda). Luego los que tienen a su encargo la administración de la sociedad, o sea el Gobierno, nos propone a los que pagamos, qué pretende hacer con esa coperacha. El problema es que no nos pregunta a todos, más bien, le pregunta a nuestros representantes – mejor conocidos como “diputados” en el bajo mundo de la política- que normalmente ni se acuerdan de nosotros –excepción hecha de la temporada de elecciones-. Así que entre ellos deciden y nosotros pagamos el pato.

De todas formas Juan te llamas y algo te tocará poner. Ahora que si pudiendo no pones, pues estás en el calificativo de gorrón.

Como ya había dicho en anteriores escritos al gobierno le da ñañaras cobrar impuestos. Pero a nosotros nos da más ñañaras pagarlos. Pero el gobierno tiene que construir carreteras, pagarle a maestros en paro, pagarle a la policía y a los inútiles jueces, a los siempre bien amables burócratas y a nuestros eficientísimos diputados. Además de las inversiones que debe hacer en infraestructura, servicios y demás cosas necesarias para vivir en esta sociedad tan carcomida por el desánimo. ¿Y de dónde creen que sale la lana para todo eso? Pues de nuestros impuestos.

Pero qué tal que hace todos esos gastos y luego no nos cobra impuestos. Pues cae (del verbo “darse en la madre”) en algo que se llama déficit fiscal. Y los déficits alguien tiene que financiarlos. Si no pagamos impuestos hoy, pues los pagaremos mañana con intereses incluidos. Así están ahora los pobres griegos y ¡rediez!, también los habitantes de la Madre Patria. Ni qué decir de los gringos, pero esos así viven ya desde la World War II. Pero esa es otra historia y necesito otra cuchara para meterla en ese otro mole.

Además del tema de la justicia en el cobro de impuestos, de la redistribución de la riqueza a partir de la acción de gobierno viene otro tema escabroso: el impacto en la economía por esta misma causa.

En el hipotético caso de que no pagáramos impuestos todos los bienes y servicios que se usan en la sociedad se distribuirían a partir de un mecanismo ingrato pero muy preciso que se llama “mercado”. En este esquema, cada quien decide qué comprar, cuando comprar y cuánto está dispuesto a pagar. Si es que está en libertad de hacerlo. Y si es que tiene los medios para ejercer esa libertad. Y más todavía, si está en libertad de usar esos medios.

Ya batí el mole. Metí sin querer otro concepto difícil. Ya inmiscuí a la justicia y ahora a la libertad. Que Dios me agarre confesado. En fin, ahí les voy.

El mercado determina qué producir, cuánto producir, el precio de los productos y servicios a partir de las necesidades del consumidor y su capacidad de pago (demanda) y de la libre decisión de desear satisfacer esas necesidades y la capacidad de producción que tenga el productor (oferta). Así, se juntarán en algún lugar de Narnia y se podrán de acuerdo. A ese lugar se conoce con el escabroso nombre de “mercado”.

Pero, ¿y los que no tienen?, ¿y los que no estén en capacidad de producir?, ¿y los que aunque quieran no puedan?, ¿qué con los niños, los ancianos, los enfermos o los que no alcanzaron nada en la repartición de bienes de este mundo? Pues no podrán comprar y el mercado no les hará caso. Si no tienen con qué, pues simplemente no cuentan.

Es aquí donde entran en juego los impuestos. Deberán hacer partícipes de la carne asada a los que no puedan poner. Ni modo que nomás vean comer a los que sí pusieron. Así que los impuestos son una manera de hacer justicia a partir de la reducción de algunas libertades.

En otras palabras, con los impuestos le sacamos una lana al mercado y luego la repartimos entre los que no pueden participar del mismo. Justicia vs Libertad ¿quién ganará?

La bronca se traslada a saber cuánto hay que sacarle al mercado.

En el no tan hipotético caso de que el gobierno quitara el esquema de mercado y él decidiera qué producir, cuánto producir y cómo se reparte esa producción entre las necesidades de los individuos de la sociedad, pues estaríamos en un esquema ya experimentado en el lejano siglo XX: el comunismo. Mismo que colapsó ante la incapacidad de satisfacer eficientemente las tan mencionadas necesidades de la sociedad. Además, bajo este esquema la producción no se tiene el incentivo natural de la proporcionalidad entre el esfuerzo y la recompensa. Usando el ejemplo de la carne asada, si le pongo y me tocan dos cheves y si no le pongo, y como quiera me tocan dos cheves, pues temino por no poner, al cabo es igual. Y si nadie pone, caemos en el ya expuesto déficit.

Entonces hay que saber alumbrarle al santo. Ni tanto para que se queme, ni tan poco para que no se alumbre. O como dicen en mi rancho: caldearle el agua a los frijoles.

Debe usarse el mercado para generar y distribuir riqueza y satisfacer necesidades porque ha comprobado ser eficiente y rápido. Innovador, creativo y preciso. Pero también deben cobrarse impuestos para redistribuir esa riqueza y lograr proyectos que el mercado no haría si no fuera negocio (como la impartición de justicia, la construcción de presas, la prevención de enfermedades, la preservación ecológica o la difusión cultural entre muchas otras). La bronca real ahora está en decidir cuánto y de qué manera. A quienes y porqué a mí.

Si le sacamos muchos recursos al mercado a través de los impuestos, la producción bajará y los productos y servicios serán más caros al ser más escasos. Si las cosas se vuelven más caras, la gente no podrá comprarlas, así que dependerá más de la ayuda del gobierno. Si no hay quien compre, pues no hay producción, si no hay producción, no hay empleo y si no hay empleo, pues no hay ingreso. Y si no hay ingreso, pues menos se gasta. Y si esto pasa, pues entramos en la escalofriante recesión.

Pero aún no termino. Si vamos a pagar impuestos, éstos deben usarse en la sociedad de una manera moralmente aceptable. ¡Chin! ¡Ya la fregamos! Ahora metimos el concepto de moralidad. A mí en lo personal me repatea el estómago saber que mis impuestos pagan las fiestas del señor gobernador. Las fastuosas fiestas que el gobierno ofrece a unos cuantos el fin de año. Que se dispendien en proyectos inútiles. Que paguen la promoción de los gobiernos y sus funcionarios para que aparezcan guapos y muy trabajadores en los periódicos, en la radio y en la tele. Que sobornen y corrompan a líderes de la sociedad. Que con el dinero que tanto trabajo reunimos se paguen las tranzas de los políticos y se llenen las cuentas de funcionarios en Suiza y en las Islas Caimán. No sería aceptable que a quien mandamos a comprar las cosas para la carne asada se quede con la lana de la coperacha. Ni se compró la carne para quemarla ni las cheves para tirarlas. O peor aún, para que algún vivo se las lleve. Puede llevarse las salsas y las tortillas, pero las cheves, ¡eso sí que no! Daría mi vida por rescatar las cheves del extraño enemigo.

Así es mis hijos.

Ya me cansé de escribir como trastornado estas cuatro cuartillas. Sobre todo porque es sábado, es fin de semana largo gracias a los héroes que nos dieron patria, y los sábados toca. Toca carne asada y cheves. Y más vale que me apresure, porque si no, se van pistear las cheves que me tocan y como quiera me van a pedir mi parte.

Así que, ya con esta me despido, disculpen lo mal trovado. Nos vemos luego de la independencia, a ver si con el grito se nos quita lo apendejado.

Salud y felices fiestas…
Ah, y mejores impuestos

martingalvanc@yahoo.com

MGC

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Opinión

El tren. Por Raúl Saucedo

Por las vías de los recuerdos y el futuro

En la actual era de la inmediatez y la conectividad a nivel mundial, donde la información
viaja a la velocidad de la luz, es fácil olvidar la importancia de las arterias que mueven el
mundo físico: las vías férreas son ejemplo de ello. Los trenes como gigantes de acero que
surcan valles y montañas, no son sólo reliquias del pasado, sino fueron clave fundamental
para el desarrollo económico y social de las naciones, y México fue la excepción.
A lo largo de la historia, el ferrocarril ha sido sinónimo de progreso. Desde la Revolución
Industrial, las vías férreas han tejido lazos entre pueblos y comunidades, impulsando el
comercio, la industria, el turismo y el intercambio cultural. Países como Estados Unidos,
China y Japón son ejemplos claros de cómo una robusta red ferroviaria puede ser el motor de
un crecimiento económico sostenido.
En México, la historia del ferrocarril está ligada a la propia construcción del país. El «Caballo
de Hierro», como se le conoció en el siglo XIX, unió a una nación fragmentada por la
geografía y las diferencias sociales regionales. Sin embargo, a pesar de su glorioso pasado, el
sistema ferroviario mexicano ha sufrido un prolongado periodo de abandono y desinversión.
Hoy, en un momento en que México busca consolidarse como una potencia regional y lograr
un desarrollo más equilibrado y sustentable, es imperativo revalorizar el papel del ferrocarril.
La construcción de nuevas líneas, la modernización de la infraestructura existente y la
promoción del transporte ferroviario de carga y pasajeros son acciones estratégicas que deben
estar en el centro de la agenda nacional.
Los beneficios de un sistema ferroviario eficiente reduce los costos de transporte, facilita el
comercio interior y exterior, y promueve la inversión en diversos sectores productivos,
permite conectar zonas marginadas con los principales centros urbanos e industriales,
impulsando el desarrollo local y la creación de empleos y un sistema ferroviario eficiente
ofrece una alternativa de transporte segura, cómoda y accesible para la población.
La actual administración federal ha mostrado un interés renovado en el desarrollo ferroviario,
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Tehuantepec, así como las futuras líneas a Nogales, Veracruz, Nuevo Laredo, Querétaro y
Pachuca.
Con estas obras México recuperara su vocación ferroviaria y aprovechara a mi parecer el
potencial de este medio de transporte para impulsar su desarrollo hacia el futuro.
El motivo esta columna semanal viene a alusión de mis reflexiones de ventana en un vagón
de tren mientras cruzaba la península de la hermana república de Yucatán y en mi cabeza
recordaba aquella canción compuesta en una tertulias universitaria que decía…”En las Vías
de la Facultad”

@RaulSaucedo
rsaucedo@uach.mx

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