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Opinión

Tiempo. Por Raúl Saucedo

Ecos Semanales

Empiezo esta columna en contra de mi voluntad y no porque sea obligado por el editorialista, si no por mi conciencia que me obliga a plasmar mis ideas dentro acontecimientos acumulados de las semanas previas.

El tiempo es un factor fundamental en la política, que influye en las decisiones, estrategias y resultados de los actores políticos. El tiempo puede ser un recurso estratégico valioso, pero también puede ser un factor de cambio que desafía el statu quo y exige adaptabilidad.

En política, el tiempo puede ser un recurso estratégico que los actores políticos utilizan para lograr sus objetivos. Por ejemplo, un político puede aprovechar el tiempo para construir una coalición, lanzar una campaña o influir en la opinión pública. Un gobierno puede utilizar el tiempo para implementar políticas, negociar acuerdos o responder a crisis.

El tiempo también puede ser un factor que limita las opciones de los actores políticos. Por ejemplo, un político puede tener un tiempo limitado para tomar decisiones importantes, un gobierno puede enfrentar una fecha límite para aprobar una ley, o un movimiento social puede tener una ventana de oportunidad para lograr sus demandas.

El tiempo también puede ser un factor de cambio que transforma el panorama político. Por ejemplo, un cambio demográfico, económico o tecnológico puede generar nuevas demandas, desafíos y oportunidades para los actores políticos. Un evento inesperado, como una crisis o un escándalo, puede alterar la agenda política y exigir respuestas rápidas.

El tiempo también puede ser un factor que erosiona el poder y la legitimidad de los actores políticos. Por ejemplo, un gobierno puede perder apoyo popular si no cumple sus promesas o no responde a las expectativas de la ciudadanía. Un líder político puede envejecer y perder influencia con el tiempo.

La gestión del tiempo es una habilidad fundamental para los actores políticos. Implica saber cuándo actuar, cuándo esperar, cuándo ceder y cuándo perseverar. Implica saber anticipar los cambios, adaptarse a las nuevas circunstancias y aprovechar las oportunidades.

La gestión del tiempo también implica saber comunicar y movilizar a la opinión pública. Un actor político puede utilizar el tiempo para educar, persuadir, movilizar o influir en la opinión pública. Un actor político puede utilizar los medios de comunicación, las redes sociales, los eventos y las movilizaciones para comunicar sus mensajes y movilizar a sus seguidores.

Escribo a raíz del tiempo porque en las últimas semanas desde mi última entrega de letras virtuales han pasado tantas cosas en el contexto internacional, nacional y personal que pareciera que el 2025 tiene poco que enseñarme, pero se que ese es un deseo menguante.

Los días pasan, la vida acomoda y hoy exactamente un año se entregó un sobre en la misma dirección con contenido y estampa diferente pero mismo destinatario…. El Tiempo.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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