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Opinión

Violencia es jamás la respuesta. Por Itali Heide

Itali Heide

La violencia no es nada nuevo, y durante milenios ha parecido ser la respuesta a muchos de los problemas de la vida. Sin embargo, esta semana está en la mente de todos al ver cómo el mundo se despliega violentamente ante nuestros ojos.

Últimamente, he estado pensando mucho en las guerras que asolan el mundo. Todos hemos oído hablar de la triste situación en Ucrania, donde civiles y soldados pierden la vida cada día. Sin embargo, no es, ni mucho menos, la única guerra que se está viviendo. Desde los talibanes que aterrorizan en Afganistán, el conflicto interno en Myanmar, hasta el conflicto de Yemen con Al-Qaeda y los Tigrays que causan estragos en Etiopía.

Pero la violencia tampoco está lejos de nosotros. El mundo se vio sorprendido por la noticia de que Will Smith le dio una cachetada fuerte a Chris Rock en el escenario tras un chiste malo, y aunque no todos los chistes son malos (al fin y al cabo son comediantes, y los famosos suelen ser el tema de sus bromas), ver a alguien reaccionar con violencia ante una situación que hubiera sido mejor manejada fuera de la vista del público y sin violencia sorprendió al mundo y fue un claro indicador de lo normalizada que está la violencia.

Evidentemente, México no está exento de violencia. Esta misma semana se han cometido feminicidios, se han muerto miles por las guerras plagando el mundo, balaceras al azar en Estados Unidos, la guerra contra el narcotráfico sigue su curso y la noticia de un joven adolescente llamado Hugo que fue asesinado en una fiesta en el Estado de México hizo sus rondas por redes sociales.

¿Por qué ocurre todo esto? ¿Cómo es que el mundo no ha cambiado su forma de actuar después de tantos años? Son preguntas para las que probablemente nunca tendremos respuesta, pero que siempre quedarán en la mente de las personas que no desean la violencia.

La violencia no sólo perjudica a los que reciben golpes, cachetadas, puñetazos, disparos, cortes o cualquier otro tipo de daño. Deja una marca duradera en las familias y amigos afectados por ella, en los que la presencian y en los que la temen al oír hablar de ella.

En un país que vive desde hace décadas en una guerra contra el narcotráfico, se ha desarrollado un trastorno de estrés postraumático muy extendido a la comunidad general, especialmente en las zonas del norte y del sur repletas del narco, donde la muerte es un hecho cotidiano. Tememos a las camionetas con los cristales polarizados que manejan detrás de nosotros, tememos que los disparos se abran en cualquier momento y en cualquier lugar y, en el peor de los casos, nos preocupa que las milicias armadas entren en nuestras casas.

¿Por qué la violencia ha decidido ser la respuesta a tantos problemas? Sueño con un mundo en el que no tengamos que temer a los demás. Deseo sociedades que utilicen la palabra y no las armas para resolver los problemas. Probablemente sea imposible, pero la esperanza es lo que nos mantiene motivados cuando vivimos en un mundo que no hace más que seguir demostrando que los seres humanos tienen tendencia a cometer actos violentos en cualquier momento, a cualquiera y en cualquier lugar.

Calrb Ordoñez 

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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