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¿Qué hay tras los disturbios, más tenebrosos que graves, del 1 de diciembre? Por Aquiles Córdova

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No es posible, desde luego, ni conveniente tampoco, esconder tras las palabras la gravedad de los disturbios que grupos de jóvenes (al menos eso parecían) encapuchados, perfectamente armados y, al parecer, bien mentalizados y entrenados para ese tipo de terrorismo urbano, perpetraron en el corazón mismo de la capital del país, el sábado 1° de diciembre, fecha en que rindió protesta como Presidente de México el Lic. Enrique Peña Nieto. La nación entera presenció consternada, indignada y alarmada (todo al mismo tiempo) la saña, la fiereza y la irracionalidad con que arremetieron con todo en contra de la policía, del muro metálico colocado para garantizar la seguridad del evento mencionado y, poco después, contra bancos, hoteles, restaurantes, comercios en general, y contra la infraestructura recién restaurada de la alameda central: quebraron lámparas, arrancaron de cuajo bancas de acero ancladas al piso, derribaron estatuas de su plinto y no se salvó, siquiera, el monumento al Benemérito de las Américas don Benito Juárez. El desafío a las fuerzas policíacas fue mayúsculo; y no cabe duda de que, en varios momentos, la vida misma de los guardianes del orden estuvo en juego, a pesar de lo cual, éstos mantuvieron la serenidad y la mesura que la peligrosa situación demandaba. Creo que es menester reconocer, con total desinterés y sinceridad, la responsabilidad, el profesionalismo y la disciplina con que se condujeron estos servidores públicos, así como el dominio del oficio, la inteligencia y la mesura de los mandos superiores y de los funcionarios que estuvieron a cargo del operativo. Un paso en falso de cualquiera de ellos y la tragedia se hubiera desbordado sin lugar a dudas.

Pero si la magnitud y las características del ataque lo ubican como el más grave que haya vivido la Ciudad de México en toda su historia, más preocupante se antoja la razón que movió a quienes planearon, organizaron y pusieron en ejecución el asalto terrorista. En efecto, por la saña y la virulencia con que actuaron los encapuchados, no hay duda de que iban en busca de que corriera sangre, de que hubiera un muerto (o varios), el pretexto ideal para desencadenar la lucha frontal contra el gobierno del país que se iniciaba en ese día. En fin, una provocación en toda regla, abierta y sin disimulos. Así las cosas, la pregunta obligada es: ¿a quién beneficiaría una revuelta social en este momento? ¿A quién conviene poner en jaque a las nuevas autoridades del país? ¿Qué intereses, políticos o de cualquier tipo, tratan de imponerse mediante la violencia y el terror, buscando doblegar al gobierno y a las instituciones nacionales?

El primer riesgo que hay que evitar, al tratar de contestar estas interrogantes, es la obviedad. Pareciera casi pleonástico para muchos que, detrás del grave incidente y de la gente que lo protagonizó, está Andrés Manuel López Obrador y su nuevo partido MORENA, en vista de que es él quien más, y de modo más radical, ha impugnado el triunfo de Enrique Peña Nieto y reiteradamente amenazó con hacer patente el rechazo nacional al nuevo mandatario el día de su toma de protesta. Pero López Obrador es un ente político antes que todo; un hombre con filosofía política, con proyecto de país y con programa de acción, mismos que intenta hacer realidad mediante la conquista democrática del poder de la nación con la simpatía y el apoyo de la mayoría de los mexicanos. Y al más lerdo le quedaría claro que, con actos vandálicos como los que comento, no se gana el apoyo de nadie, y sí el temor, la desconfianza y el repudio de los ciudadanos de buen vivir, sean ricos, pobres o clase media. Adicionalmente, es práctica común de quienes ejecutan actos en pro de su causa desde la clandestinidad, reivindicarlos públicamente como suyos, precisamente para reclamar sus frutos; pero en este caso, lejos de eso, se intenta ocultar la mano que mece la cuna lanzando falsas pistas como acusar “a los antorchistas” y a otras corrientes políticas que, obviamente, están metidas con calzador en los sucesos. Es verdad que el líder histórico de MORENA padece dos deficiencias que pudieran volverlo proclive a este tipo de aventuras: su caudillismo y su visceralismo, que son conocidos y comentados por todo mundo. Aun así, me atrevo a afirmar que me parece poco probable su responsabilidad, o que, en el peor de los casos, no es sólo ni principalmente de él.

En mi modesto juicio, hay otra probabilidad, coherente y sólida, para explicar los hechos. Se trataría de poderosos intereses que no se sienten representados ni en el pensamiento ni en la personalidad política del Lic. Peña Nieto. Me refiero a esos “poderes fácticos” de que habló el Secretario de Gobernación, Lic. Miguel Ángel Osorio Chong, en su discurso con motivo de la firma del “Pacto por México” impulsado por el Presidente de la República. ¿Quiénes representan esos “poderes fácticos? No lo sé ni me toca a mí decirlo, pero puede hallarse una pista segura en las “trece decisiones de gobierno” que el Sr. Presidente anunció en su toma de posesión. Por tanto, si yo no ando muy desencaminado, estaríamos al inicio de una lucha en contra de algunos de los propósitos presidenciales, cuya instrumentación no será fácil ni tersa. El tiempo lo dirá.

Quiero terminar con una nota amable. Hace pocos días, el Dr. Ramón Ojeda Mestre se refirió, en forma por demás generosa y valiente, a una conferencia que pronuncié ante un grupo de doctores en economía (principalmente), y que se llamó “La situación global. Una visión crítica”. El artículo del Dr. Ojeda Mestre me sacudió profundamente. Y no porque me considere merecedor de su razonado comentario. Es verdad que yo suelo poner lo mejor de mí cada vez que mi organización, o simplemente la vida, me ponen frente a una tarea tan difícil como la de hablar de tema tan amplio y tan complejo ante un grupo de gente de muy alto nivel académico, y, además, sé que Nietzsche escribió alguna vez que “nunca hablar de uno mismo es forma refinada de hipocresía”. Pero con todo, el motivo de mi conmoción es éste: Ramón Ojeda Mestre es Licenciado en Derecho; con maestría y doctorado en Administración Pública por la UNAM; diplomado en Derecho Urbano por el ITAM, la Universidad de Manchester, Inglaterra, y la Universidad de Arizona, en EE. UU.; Doctor en Derecho Ambiental por la Universidad de Alicante, España; Presidente de la Academia Mexicana de Derecho Ambiental; Secretario General de la Corte Internacional de Arbitraje Ambiental; ha sido distinguido con la Orden al Mérito Docente; con la medalla al Mérito Académico Universitario; con la Orden de Honor al Mérito del Instituto Mexicano de Cultura; con la legión de Honor Nacional y con el Premio Mundial Elizabeth Haub 2005; es maestro definitivo de Derecho Ambiental, ganado por oposición, en la máxima universidad del país, nuestra querida y respetada UNAM. Nada más, pero nada menos. Y si cualquier hombre de bien se sentiría honrado con un elogio salido de tan calificada pluma, yo no puedo (y no quiero) ser la excepción. Nobleza obliga.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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